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Dejando aparte el exceso de trece metros cuadrados, éramos terriblemente afortunados porque el apartamento comunitario al que nos habíamos trasladado era muy pequeño. Esto quiere decir que la parte del edificio que le correspondía contenía seis habitaciones, distribuidas de tal forma que sólo daban cabida a cuatro familias y sólo estaban ocupadas por once personas, incluidos nosotros. En un apartamento comunitario, es fácil que los ocupantes alcancen la cifra de cien personas, si bien por término medio el número de habitantes está comprendido entre veinticinco y cincuenta. El nuestro era casi minúsculo.

Por supuesto que debíamos compartir un retrete, un cuarto de baño y una cocina, pero la cocina era muy espaciosa y el retrete muy decente y confortable. En cuanto al cuarto de baño, los hábitos higiénicos de los rusos son tales que permiten que once personas puedan servirse del cuarto de baño o lavar su colada básica sin apretujones de ningún tipo. El cuarto de baño estaba situado en los dos pasillos que conectaban las habitaciones con la cocina y todos nos conocíamos de memoria la ropa interior del vecino.

Los ocupantes eran buenos vecinos, tanto en el aspecto de individuos como porque todos trabajaban y estaban ausentes durante la mayor parte de la jornada. Salvo uno, no eran informadores de la policía, lo que era un buen porcentaje tratándose de un apartamento comunitario. La persona a la que me refiero, que era una mujer regordeta y desprovista de cintura, cirujana de una policlínica cercana, también estaba dispuesta a dar un consejo de carácter médico si la ocasión se terciaba, de guardarle la tanda a uno en la cola para conseguir algún alimento escaso o de echar de vez en cuando una mirada a la sopa que hervía en el fuego. ¿Cómo dice aquel verso en The Star-Splitter de Frost? ¿«Ser social quiere decir perdonar»?

Pese a todas las facetas despreciables que pueda tener esta forma de existencia, un apartamento comunitario tiene también su aspecto redentor, porque orienta la vida hacia su esencia básica, la despoja de toda ilusión acerca de la naturaleza humana. Por el volumen del pedo, se sabe quién es el ocupante del retrete y se sabe también qué tomó él o ella para cenar o para desayunar. Se conocen los ruidos que hacen en la cama y cuándo tienen las mujeres el período. A menudo es en ti en quien confía el vecino para confesar sus penas y también es él quien avisa a la ambulancia cuando te da una angina de pecho o algo peor. Y será él quien te encuentre muerto un día, sentado en una silla, si vives solo, o viceversa.

¡Cuántos chistes, cuántos consejos médicos o culinarios, cuántas indicaciones sobre productos que pueden encontrarse de pronto en tal o cual tienda se intercambian en la cocina comunitaria, por las noches, mientras las mujeres preparan la cena! Allí es donde se aprenden las cosas esenciales de la vida, cazadas al vuelo, a través del rabillo del ojo… ¡Qué dramas mudos se despliegan cuando una, súbitamente, deja de hablarse con otra! ¡Qué escuela de mímica! ¡Qué honduras de emoción pueden transmitir el envaramiento de una vértebra ofendida o un perfil glacial! ¡Cuántos perfumes, aromas y olores flotan en el aire alrededor de una lágrima amarilla de cien vatios que cuelga de un cordón eléctrico enmarañado como una trenza! Esa cueva pobremente iluminada tiene algo de tribal, algo primordial, evolutivo, si se quiere, mientras los pucheros y peroles cuelgan sobre los fogones de gas como potenciales tam-tams.



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