14

14

Mi padre llevó el uniforme de la Marina aproximadamente dos años más. Y fue en ese tiempo cuando mi infancia empezó de verdad. Mi padre era el funcionario encargado del departamento de fotografía del Museo de la Marina, situado en el edificio más hermoso de toda la ciudad. Lo que equivale a decir, de todo el imperio. El edificio había sido en otro tiempo la Bolsa: un edificio mucho más griego que ningún Partenón y, por otra parte, mucho mejor situado, en el extremo de la isla de Basilio, que se proyecta hacia el interior del río Neva en su tramo más ancho.

Algunas tardes, a la salida de la escuela, atravesaba la ciudad hasta el río, pasaba el puente del Palacio y me iba corriendo hasta el museo para recoger a mi padre y volver a casa con él. Cuando lo pasaba mejor era las veces en que estaba de servicio por la tarde y el museo ya estaba cerrado. Mi padre aparecía por el largo pasillo de mármol y avanzaba hacia mí en todo su esplendor, con el brazal azul-blanco-y-azul de los oficiales de servicio en el brazo izquierdo, la Parabellum enfundada, colgada del cinturón y balanceándose a su derecha, la gorra de la Marina con su visera lacada y su «ensalada» de oro cubriéndole aquella cabeza con su desconcertante calvicie.

– ¡Saludos, comandante! -le gritaba yo, puesto que ésta era su graduación.

El sonreía, orgulloso, y como todavía le quedaban una o dos horas de servicio, me dejaba errar solo por el museo.

Estoy plenamente convencido de que, aparte de la literatura de los dos últimos siglos y, quizá, la arquitectura de la antigua capital, la única cosa de la que Rusia puede enorgullecerse es de la historia de su Marina. Y ello no por sus espectaculares victorias, puesto que cuenta con pocas, sino por la nobleza del espíritu que informó su empresa. Llámesele idiosincrasia o incluso psicofantasía, pero este invento del único emperador ruso dotado de imaginación, Pedro el Grande, se me antoja un cruce entre la literatura a la que antes me he referido y la arquitectura. Creada según el modelo de la Marina británica, pero menos funcional que decorativa, más inclinada por el espíritu al gesto heroico y al propio sacrificio que a la supervivencia a toda costa, esa Marina fue ciertamente una creación fantástica: una visión de un orden perfecto, abstracto casi, nacida en las aguas de los océanos del mundo, que no habría podido alcanzarse en ningún otro lugar del suelo ruso.

Un niño es ante todo un esteta: reacciona ante las apariencias, las superficies, las formas y figuraciones. Difícilmente encontraría nada en mi vida que me haya gustado tanto como aquellos almirantes recién afeitados, puestos de frente y de perfil, enmarcados en oro y asomados a un bosque de mástiles, que se erguían sobre maquetas de barcos aspirantes al tamaño natural. Con sus uniformes de los siglos dieciocho y diecinueve, sus chorreras o sus cuellos altos, sus charreteras con flecos como escobones, sus patillas y sus anchas bandas azules atravesadas sobre el pecho, tenían todo el aire de ser los instrumentos de un ideal perfecto y abstracto, en nada menos precisos que los astrolabios montados en bronce, las brújulas, los catalejos y los sextantes que relucían a su alrededor. ¡Sabían calcular la situación de una persona bajo los astros con un margen de error más pequeño que sus amos! Y uno no podía por menos que desear que gobernasen también las aguas humanas: ponerse a merced de los rigores de su trigonometría antes que de la burda planimetría de los ideólogos, ser una ficción de la visión, tal vez de un espejismo, en lugar de ser parte de la realidad. Estoy convencido de que hoy en día sería mucho mejor para el país que no tuviera como enseña nacional esa obscena ave imperial bicéfala ni esa hoz y ese martillo vagamente masónicos, sino la bandera de la marina rusa: nuestra gloriosa e incomparablemente hermosa bandera de san Andrés, la cruz azul en diagonal sobre fondo blanco virginal.



Добавить комментарий

  • Обязательные поля обозначены *.

If you have trouble reading the code, click on the code itself to generate a new random code.