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En aquella habitación y media vivíamos los tres: mi padre, mi madre y yo. La época era después de la guerra y eran muy pocas las personas que podían permitirse tener más de un hijo. Algunas ni siquiera podían permitirse tener el padre vivo o presente: el terror y la guerra se habían cobrado su tributo en las grandes ciudades, y en la mía de manera especial. Así pues, nosotros teníamos motivos particulares para considerarnos afortunados, sobre todo teniendo en cuenta que éramos judíos. Los tres habíamos sobrevivido a la guerra (y digo «los tres» porque yo también había nacido antes de ésta, en 1940); mis padres también habían sobrevivido a los años treinta.

Supongo que se consideraban afortunados, pese a que no lo manifestaron nunca. Por lo general, no tenían excesiva conciencia de su situación, salvo cuando se hicieron más viejos y los achaques empezaron a acosarlos. Pero ni siquiera entonces hablaban de sus cosas ni de la muerte de aquel modo que aterra al que escucha o que lo mueve a compasión. Se limitaban a refunfuñar o a quejarse de una manera impersonal de sus dolencias o a discutir prolijamente algún medicamento. Mi madre, cuando más se aproximó a algo de ese género al que me refiero, fue en cierta ocasión, hablando de un juego de porcelana extremadamente delicado, al decir:

– Será tuyo cuando te cases o cuando…

Pero se interrumpió. Recuerdo también cierta vez que estaba hablando por teléfono con una amiga suya que vivía lejos y acerca de la cual me había dicho que estaba enferma: mi madre salió de la cabina telefónica pública y yo, que la esperaba en la calle, vi en sus ojos tan familiares, detrás de las gafas de montura de concha, una mirada nada familiar. Me incliné hacia ella (yo ya era entonces mucho más alto que ella) y le pregunté qué le había dicho la mujer, a lo que mi madre respondió, con la mirada fija en un punto lejano:

– Sabe que se está muriendo y se ha puesto a llorar por teléfono.

Se tomaban las cosas como acontecimientos normales: el sistema, su impotencia, su pobreza, el hijo descarriado. Lo único que querían era salir lo mejor parados posible: llevar comida a la mesa -y cualquiera que fuese, dar buena cuenta de ella, para conseguir vivir de sus ingresos- y, pese a que siempre vivimos con el dinero justo para subsistir entre los días de pago, incluso poner aparte unos cuantos rublos para que el chico pudiera ir al cine, para las excursiones a los museos, para libros, para golosinas. Los platos, utensilios, vestidos y ropa que teníamos estaban siempre limpios, brillantes, planchados, remendados, almidonados. El mantel no tenía manchas, estaba flamante, la pantalla de la lámpara limpia de polvo, el parquet reluciente y sin una mota.

Lo sorprendente es que ellos no se aburrieran nunca. Estaban cansados, pero no aburridos. Se pasaban la mayor parte del tiempo en casa, siempre de pie: cocinando, lavando, moviéndose entre la cocina comunitaria de nuestro apartamento y nuestra habitación y media, ocupados con una u otra cosa de la casa. Lógicamente, se sentaban para comer, pero si veo a mi madre sentada es sobre todo cuando, inclinada sobre la máquina de coser Singer, manual y con pedal, se dedicaba a remendarnos la ropa, a volver los cuellos del revés, a reparar o adaptar chaquetas viejas. En cuanto a mi padre, las únicas veces que se sentaba era para leer el periódico o para trabajar en su despacho. A veces, por la noche, veían una película o escuchaban un concierto ante el televisor del año 1952. Entonces también estaban sentados… De esa manera, sentado en una silla, en la vacía habitación y media donde vivía, un vecino encontró a mi padre muerto hace un año.



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