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El elemento más voluminoso de nuestro mobiliario o, por lo menos, el que ocupaba más espacio, era la cama de mis padres, a la que creo que debo la vida. Era una pieza enorme, de tamaño excepcional, cuyos relieves también armonizaban hasta cierto punto con todo lo demás, pese a estar realizados de acuerdo con un estilo más moderno. Estaba presente en ella el mismo motivo vegetal, por supuesto, pero la ejecución oscilaba entre el Art Nouveau y la versión comercial del Constructivismo. Aquella cama era objeto de un especial orgullo por parte de mi madre, ya que la había comprado en 1935, antes de que se casara con mi padre, al descubrirla, junto con un tocador a juego, provisto de tres espejos, en la tienda de un carpintero de segunda fila. La mayor parte de nuestra vida había gravitado alrededor de aquella cama y los momentos más decisivos de nuestra familia se habían ventilado sentados los tres, no alrededor de la mesa, sino en aquella inmensa superficie, yo a los pies y mis padres en la cabecera.

Para la media rusa, aquella cama era un verdadero lujo. Yo había pensado a menudo que había sido precisamente aquella cama lo que había inducido a mi padre a casarse, pues le gustaba demorarse en ella más que nada en el mundo. Incluso cuando él y mi madre se sumían en la más amarga acrimonia, la mayoría de las veces por culpa del presupuesto familiar («¡Tienes la maldita costumbre de vaciar toda la bolsa en el colmado!», echaba en cara a mi madre la indignada voz de mi padre, que llegaba hasta mi «media habitación» desde su «habitación entera» viajando por encima de las estanterías de libros. «¡Estoy harta, lo que se dice harta después de aguantar treinta años tu tacañería!», le replicaba mi madre), incluso entonces mi padre se mostraba reacio a salir de la cama, especialmente por las mañanas. Había quien nos había ofrecido unos buenos dineros por aquella cama, que en realidad ocupaba demasiado espacio dado lo exiguo de nuestra vivienda, pero pese a lo apurados que pudieran estar, mis padres no habían contemplado nunca aquella posibilidad. La cama era realmente excesiva, pero a mí me parece que a ellos les gustaba precisamente por esto.

Recuerdo verlos dormidos en ella, cada uno en su lado, dándose la espalda y con una sima colmada por mantas arrugadas entre los dos. Los recuerdo leyendo en la cama, hablando, tomándose sus píldoras, luchando con ésta o aquella enfermedad. La cama los enmarcaba para mí en su espacio más seguro y a la vez más indefenso. Esa era su madriguera particular, su última isla, su espacio inviolable -por nadie, salvo por mí- en el universo. Dondequiera que se encuentre en estos momentos, ha quedado reducida a un vacío dentro del orden mundial: un vacío de dos metros por metro y medio. Era de arce marrón claro, estaba barnizada y nunca crujía.



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