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Un indicio de su deficiencia es que recuerda cosas extrañas, como por ejemplo nuestro primer número de teléfono, en aquel entonces de cinco cifras, que tuvimos justo después de la guerra. Era el 265-39 y me imagino que, si lo recuerdo, es porque en la época en que instalaron el teléfono estaba aprendiendo de memoria la tabla de multiplicar en la escuela. De nada me sirve ya, como tampoco me sirve de nada nuestro último número de teléfono, el de nuestra habitación y media. No recuerdo el último número de teléfono, pese a que durante los doce años últimos llamaba cada semana. Como las cartas no resultaban efectivas, optamos por el teléfono: evidentemente es más fácil controlar una llamada telefónica que estudiar y mandar una carta. ¡Ay, aquellas llamadas semanales a la URSS! La ITT jamás había hecho tanto bien a nadie.

No se podían decir muchas cosas en aquellas conversaciones por teléfono: había que ser reticente, oblicuo, eufemístico. Hablábamos sobre todo del tiempo, de la salud… no se decían nombres, se daban muchos consejos de carácter dietético. Lo principal era oír las voces, como para asegurarnos de aquella manera animal de nuestras respectivas existencias. Eran en su mayoría conversaciones sin sentido y no ha de sorprender demasiado que no recuerde detalles, salvo la respuesta que me dio mi padre el tercer día de estancia de mi madre en el hospital.

– ¿Cómo está Masia? -le pregunté.

– Pues Masia ya no está, ¿sabes? -dijo.

Aquel «¿sabes?» estaba allí porque también en aquella ocasión quería ser eufemístico.



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