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Aquí, en el patio de South Hadley, tengo dos cornejas. Son bastante grandes, casi del tamaño de un cuervo, y son lo primero que veo cuando llego en coche a casa o cuando salgo de ella. Aparecieron por aquí una después de la otra: la primera llegó hace dos años, cuando murió mi padre. O por lo menos fue entonces cuando advertí su presencia. Siempre aparecen o aletean por los alrededores una al lado de la otra y la verdad es que son muy silenciosas para ser cornejas. Yo trato de no mirarlas; o por lo menos trato de no observarlas. Pese a todo, he observado que suelen permanecer en el pequeño pinar que, sobre un terreno ondulante que cubre unos trescientos metros, se extiende desde el patio trasero de mi casa hasta una pradera que bordea un barranco con un par de enormes piedras en el borde. Yo no voy nunca por aquellos alrededores, porque sé que encontraría a las cornejas, dormidas sobre aquellas dos piedras tomando el sol. Tampoco he querido buscar su nido. Son dos pájaros negros, pero he observado que tienen la parte interna de las alas del color de la ceniza. La única vez que no las veo es cuando llueve.



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