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Por extraño que parezca, el mobiliario que poseíamos era acorde tanto con el exterior como con el interior del edificio. Desplegaba tal actividad en las curvas y era tan monumental como las molduras de estuco de la fachada o los paneles y pilastras que formaban el relieve de las paredes interiores, con sus madejas de guirnaldas de yeso en las que abundaban geométricos frutos. Tanto la decoración exterior como la interior eran de una tonalidad marrón claro como de cacao con leche. Sin embargo, nuestros dos armarios, enormes como catedrales, eran de roble negro barnizado; con todo, pertenecían a la misma época, que era la del cambio de siglo, al igual que el propio edificio. Posiblemente esto fue lo que predispuso favorablemente a los vecinos desde el principio en relación con nosotros, aunque el hecho demostrara imprudencia por su parte. Y éste fue, quizá, el motivo también de que, apenas después de un año de vivir en el edificio, nos diera la impresión de que siempre habíamos vivido en él. La sensación de que los armarios habían encontrado su ambiente natural -o viceversa-, nos hizo creer que también nosotros estábamos dónde nos correspondía estar y que ya no íbamos a movernos nunca más de allí.

Aquellos grandes armarios de casi tres metros de altura, compuestos de dos pisos (habría sido preciso desmontar la cornisa de la parte superior del mueble separándola de la inferior, con sus patas de elefante, para cambiarlos de sitio), cobijaban casi todo lo que nuestra familia había ido acumulando en el curso de su existencia. La función que en otras casas cubre el desván o el sótano, corría a cargo de los armarios en la nuestra: las diferentes cámaras fotográficas de mi padre, toda la parafernalia necesaria para revelar y copiar, las mismas fotografías, platos, porcelana, ropa blanca, manteles, cajas de zapatos con los zapatos dentro -demasiado pequeños entonces para mi padre y todavía grandes para mí-, herramientas, baterías, sus viejas blusas de los tiempos de la Marina, prismáticos, álbumes familiares, suplementos ilustrados amarillentos por el paso del tiempo, sombreros y pañuelos de mi madre, unas cuantas navajas de afeitar de plata de Solingen, linternas ya fuera de uso, las condecoraciones militares de mi padre, kimonos abigarrados de mi madre, la correspondencia mutua de los dos, gemelos de teatro, abanicos y otras reliquias…, todo estaba almacenado en las cavernosas profundidades de aquellos armarios que, cuando alguien abría una de sus puertas, despedían un aroma de bolas de naftalina, para proteger el interior contra la polilla, de cuero viejo y de polvo. Sobre el estante de más abajo, como si descansaran en una repisa de chimenea, había dos botellas de cristal que contenían licores, además de una pieza de porcelana vidriada que representaba a dos pescadores chinos borrachos que llevaban a rastras su botín de pescado. Mi madre les sacaba el polvo de encima dos veces por semana.

Si vuelvo la vista atrás, pienso que el contenido de aquellas cómodas podía compararse a nuestro subconsciente común, a nuestro subconsciente colectivo, si bien en aquel tiempo no se me habría ocurrido pensarlo. Todas aquellas cosas eran, en todo caso, parte de la conciencia de mis padres, prendas de sus recuerdos, de lugares y épocas que precedían a mi existencia, de su pasado respectivo y de su pasado común, de su juventud y de su infancia, de una era distinta, casi de un siglo distinto. Y con la ventaja que aporta la mirada retrospectiva, diría incluso: prendas de su libertad, puesto que habían nacido y crecido libres, antes de aquello que la escoria necia llamaba Revolución, pero que para ellos, como para tantas generaciones, significó esclavitud.



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