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De la misma manera que hay personas que señalan el crecimiento de sus hijos mediante marcas a lápiz en la pared de la cocina, todos los años, el día de mi cumpleaños, mi padre me hacía salir al balcón y me sacaba una foto en el mismo sitio. Como telón de fondo tenía una plazoleta de pavimento empedrado, de medianas dimensiones, en la que se levantaba la Catedral del Salvador del Batallón de la Transfiguración de Su Majestad Imperial. En los años de guerra su cripta fue convertida en refugio contra los bombarderos aéreos y a ella me llevaba mi madre durante las incursiones aéreas, metido en una gran caja vinculada a muchos recuerdos. Esto es algo que debo a la ortodoxia y que tiene relación con la memoria.

La catedral, un edificio clasicista de seis pisos de altura, rodeada por un amplio jardín lleno de robles, tilos y arces, fue escenario de mis juegos en los años de la posguerra y me acuerdo de que mi madre me iba siempre a buscar allí (ella tira de mí, yo escapo y grito: una alegoría de propósitos encontrados) y me llevaba a rastras a casa para que hiciera los deberes. Con la misma claridad la veo a ella, junto a mi abuelo y a mi padre, en un angosto sendero de ese mismo jardín, tratando de enseñarme a montar en bicicleta (una alegoría de un propósito común o una alegoría del movimiento). En la parte trasera, que era la pared este de la catedral, cubierto con un grueso cristal, había un icono grande y deslustrado que representaba la Transfiguración: Cristo flotando en el aire, sobre un montón de cuerpos reclinados, de seres absolutamente fascinados. Nadie pudo explicarme nunca el significado de aquel cuadro y ni siquiera ahora estoy seguro de haberlo captado totalmente. En el icono había muchas nubes, que yo asociaba al clima local.



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