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Cualesquiera que fuesen las andanzas que vivió en China, nuestra pequeña despensa, nuestros armarios y nuestras paredes se aprovecharon considerablemente de la situación. Todos los objetos artísticos que exhibían eran de origen chino: las pinturas de corcho y acuarela, las espadas de samurai, las pequeñas pantallas de seda. Los pescadores borrachos eran la última pieza que quedaba de la abundante población de figurillas de porcelana que había traído: muñecas, pingüinos con sombrero y otras que habían ido desfilando gradualmente, víctimas a veces de un gesto impremeditado o de la necesidad de hacer un regalo de cumpleaños a un familiar cualquiera. Las espadas pasaron a las colecciones del estado, consideradas armas potenciales que un ciudadano consciente no podía tener en su casa, precaución que, dicho sea de paso, denotaba una razonable cautela dadas las posteriores intromisiones de la policía en nuestra habitación y media provocadas por mi presencia. En cuanto a los juegos de porcelana, de una maravillosa exquisitez incluso para mis inexpertos ojos, mi madre no quería oír hablar siquiera de poner un solo plato en nuestra mesa.

– No son cosas para patanes -nos diría, haciendo alarde de paciencia-, y eso es lo que sois vosotros, unos patanes y unos torpes.

Por otra parte, los platos de que nos servíamos normalmente eran suficientemente hermosos y, además, sólidos.

Me acuerdo de una fría y oscura tarde de noviembre de 1948, sentados mi madre y yo en la pequeña habitación de dieciséis metros cuadrados donde pasamos la guerra y la posguerra. Aquel día mi padre regresaba de China. Recuerdo el sonido repentino del timbre, mi madre y yo precipitándonos al rellano débilmente iluminado y, de pronto, negro con los uniformes de los marinos: mi padre, su amigo y compañero, el capitán F.M., y un puñado de marineros que se introducen por el pasillo, cargados con tres enormes cajas, dentro de las cuales están los tesoros chinos, rodeadas por los cuatro costados por gigantescos personajes chinos que parecen pulpos. Y un poco más tarde, el capitán F.M. y yo, sentados a la mesa, mientras mi padre desembala las cajas, mi madre con su vestido amarillo y rosa de crespón, sus zapatos de tacón alto, las manos entrelazadas y exclamando: «Ahí oh wunderbar!», así, en alemán, la lengua de su infancia letona y del trabajo que entonces realizaba -intérprete en un campamento de prisioneros de guerra alemanes-, y el capitán F.M., un hombre alto y nervudo, con su blusa de color azul oscuro sin botones, sirviéndose una copa de una botella y guiñándome el ojo, como si yo fuera una persona mayor. En el alféizar de la ventana están sus cinturones con áncoras en las hebillas y las Parabellums metidas en las fundas, y mi madre lanza un hondo suspiro a la vista de un kimono. La guerra ha terminado, ha llegado la paz…, soy demasiado pequeño para devolver el guiño al capitán.



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