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Si recuerdo este lugar no es por la nostalgia sino porque es en él donde mi madre pasó una cuarta parte de su vida. Las familias raras veces comen fuera de casa; en Rusia, casi nunca. Yo no recuerdo a mi madre ni a mi padre sentados a la mesa de un restaurante o, lo que es lo mismo, en una cafetería. Mi madre era la mejor cocinera que he conocido, a excepción, quizá, de Chester Kallman, pero él disponía de más ingredientes. La recuerdo sobre todo en la cocina, con su delantal, la cara enrojecida y las gafas algo empañadas, apartándome de los fogones mientras yo trataba de pescar algún bocado. El labio superior le brilla por el sudor y sus cabellos cortos, teñidos de color caoba, que de otro modo serían grises, se rizan desordenadamente.

– ¡Vete! -me grita-. ¡Vaya impaciencia!

Ya no la volveré a oír nunca más.

Ni tampoco veré que se abre la puerta (¿cómo se las arreglaba para abrirla llevando una cacerola con las dos manos o dos enormes pucheros?, ¿quizá apoyándolos en el pomo y aplicando su peso al mismo tiempo para hacerlo girar?) y que ella entra con la comida/cena/té/postre. Mi padre seguiría leyendo el periódico y yo no dejaría el libro a menos que me pidieran que lo hiciera. Ella sabía que toda ayuda que pudiera venir de nosotros llegaría con retraso y, en cualquier caso, sería torpe. Pero los hombres de su casa sabían más de cortesía que lo que demostraban. Incluso cuando tenían hambre.

– ¿Ya vuelves a leer a Dos Passos? -observaba ella mientras ponía la mesa-. ¡A ver cuando lees a Turgueniev!

– ¿Qué quieres? -decía mi padre como un eco, doblando el periódico-. Cuando uno es un haragán…



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