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Mi media habitación estaba conectada con la suya por medio de dos grandes arcos que casi llegaban al techo y que yo trataba constantemente de llenar con diversas combinaciones de estanterías y maletas, al objeto de separar mi cuarto del de mis padres y de conseguir una cierta intimidad. Y si digo «cierta» es porque la altura y anchura de aquellos arcos, aparte de la configuración morisca de su borde superior, eliminaban cualquier posibilidad de gozar de la misma, a menos, por supuesto, de haber rellenado el espacio con ladrillos o de cubrirlo con planchas de madera. Pero esto habría sido contrario a la ley, puesto que entonces habríamos tenido dos habitaciones en lugar de la habitación y media que la orden emitida por el instituto de la vivienda nos había concedido. Dejando aparte las frecuentes visitas del inspector de nuestra casa, nuestros vecinos, pese a estar en buenos términos con nosotros, habrían informado en poco tiempo del hecho a las autoridades pertinentes.

Había que idear un paliativo y a ello me estuve aplicando a partir de los quince años. Discurrí toda suerte de disparatadas soluciones y en cierta ocasión llegué a imaginar la construcción de un acuario de tres metros y medio de altura en el centro del cual habría una puerta que conectaría mi media habitación con su habitación. Ni que decir tiene que tamaña proeza arquitectónica estaba por encima de mis posibilidades. La solución, pues, estribaba en la acumulación de estanterías por el lado que me correspondía y en capas y más capas de cortinas por el de mis padres. Como es lógico pensar, a ellos no les gustaba la solución ni la naturaleza del problema en sí.

Los amigos y amigas, sin embargo, crecían en número más lentamente que los libros, aparte de que estos últimos se quedaban en su sitio. Teníamos dos armarios, provistos de espejos, que cubrían las puertas en toda su altura, y, aparte de este detalle, absolutamente anodinos. Sin embargo, eran bastante altos y solucionaban la mitad del problema. A su alrededor y sobre ellos construí los estantes, dejando una estrecha abertura a través de la cual mis padres podían colarse en mi habitación y viceversa. A mi padre no le gustaba nada el arreglo, sobre todo desde que en el extremo más alejado de mi media habitación se había arreglado una cámara oscura en la que realizaba todos sus trabajos de revelado y copiado, es decir, los trabajos de los que procedían gran parte de los medios para nuestra subsistencia.

En aquel extremo de mi media habitación había una puerta que yo utilizaba para entrar y salir cuando mi padre no trabajaba en su cámara oscura.

– Así no tengo que molestaros -les decía a mis padres, pese a que en realidad lo hacía para evitar su escrutinio y la necesidad de presentarles a mis invitados o éstos a ellos. Para disimular la naturaleza de aquellas visitas, solía hacer funcionar un gramófono eléctrico, causante de que mis padres acabaran con el tiempo por odiar a Bach.

Tiempo después, cuando aumentaron espectacularmente tanto los libros como la necesidad de gozar de intimidad, subdividí mi media habitación ideando una nueva colocación de los armarios y haciendo que separaran mi cama y mi escritorio de la cámara oscura. Introduje entre ellos un tercer armario que teníamos en el corredor sin que desempeñara en él ninguna función particular. Arranqué de él la pieza trasera y dejé intacta la puerta, lo que tuvo por resultado que la persona que quería entrar en mi Lebensraum tuviera que hacerlo a través de dos puertas y una cortina. La primera puerta era la que daba al corredor, después de lo cual uno se situaba en la cámara oscura de mi padre y, levantando una cortina, se encontraba ante la puerta del armario, que debía abrir. En la parte superior de los armarios amontoné todas las maletas que teníamos y, pese a que eran muchas, no alcanzaban el techo. El efecto total era el de una barricada, detrás de la cual, sin embargo, el chico se encontraba seguro y la Mariana de turno podía mostrarle algo más que el pecho.



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