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Al final, mi padre y yo acudimos con el dinero y pudo ir al sanatorio. Pero no era por el dinero perdido por lo que lloraba… Las lágrimas no eran frecuentes en nuestra familia y la afirmación también es válida, hasta cierto punto, para toda Rusia:

– Guarda las lágrimas para ocasiones más importantes -solía decirme ella cuando yo era pequeño.

Y me temo que he sabido hacerlo más de lo que ella habría deseado.

Me imagino que mi madre tampoco aprobaría que yo escriba esas cosas y, por supuesto, tampoco mi padre. Era un hombre orgulloso. Siempre que se cernía sobre él algo reprobable o temible, su rostro adoptaba una expresión desabrida, pero al mismo tiempo retadora. Como si, ante el umbral de algo que sabía más fuerte que él, dijera:

– ¡Inténtalo!

En ocasiones así, solía hacer una observación, observación que iba acompañada de su sometimiento:

– ¿Qué se puede esperar de esta gentuza?

No se trataba de ningún tipo de estoicismo: no había sitio para ninguna postura filosófica, por minimalista que fuera, en la realidad de aquel tiempo, que comprometiera cualquier convicción o escrúpulo exigiendo sumisión total a la suma de sus contrarios. (Sólo los que no volvieron de los campos podían alegar intransigencia; los que volvieron eran en todo tan dúctiles como los demás.) Y en cambio, no era cinismo, sí simplemente un intento de mantener alta la cabeza en una situación de total deshonor, de mantener abiertos los ojos. He aquí por qué las lágrimas estaban fuera de lugar.



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