GUIA PARA UNA CIUDAD REBAUTIZADA (1)

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GUIA PARA UNA CIUDAD REBAUTIZADA

Poseer el mundo en forma de imágenes es,

precisamente, reexperimentar la irrealidad

y la lejanía de lo real.

Susan Sontag, Sobre la fotografía

Delante de la estación de Finlandia, una de las cinco terminales ferroviarias a través de las cuales puede el viajero entrar en esta ciudad o salir de ella, en la misma orilla del río Neva, se alza un monumento a un hombre cuyo nombre ostenta actualmente la ciudad. En realidad, toda estación de Leningrado tiene un monumento a este hombre, ya se trate de una estatua de tamaño natural frente al edificio o de un busto imponente dentro de él. Pero el monumento ante la estación de Finlandia es único. No es la estatua en sí lo que aquí importa, puesto que el camarada Lenin ha sido reproducido al modo usual, casi romántico, con la mano alzada y supuestamente dirigiéndose a las masas; lo que importa es el pedestal, pues el camarada Lenin pronuncia su discurso de pie sobre un vehículo blindado. Pertenece al estilo del constructivismo primerizo, tan popular hoy en Occidente, y en general la misma idea de tallar en piedra un coche blindado denota una cierta aceleración psicológica, un escultor un tanto adelantado respecto a su tiempo. Que yo sepa, éste es el único monumento existente en el mundo dedicado a un hombre sobre un coche blindado. Sólo por este aspecto, es un símbolo de una nueva sociedad. A la antigua sociedad se la solía representar a través de hombres montados a caballo.

Y muy apropiadamente, unos tres kilómetros río abajo, en la orilla opuesta, hay un monumento a un hombre cuyo nombre ostentó esta ciudad desde el día de su fundación: un monumento a Pedro el Grande. Se le conoce universalmente como el «Jinete de Bronce» y su inmovilidad sólo puede parangonarse con la frecuencia con la que ha sido fotografiado. Es un monumento impresionante, de unos seis metros de altura, la mejor obra de Étienne-Maurice Falconnet, el cual fue recomendado a la vez por Diderot y Voltaire a Catalina la Grande, su patrocinadora. Sobre la enorme roca granítica arrastrada hasta aquí desde el Istmo de Carelia, Pedro el Grande se cierne en lo alto, refrenando con la mano izquierda el caballo que se encabrita y que simboliza a Rusia, y extendiendo la diestra hacia el norte.

Puesto que ambos hombres son responsables del nombre del lugar, resulta tentador comparar, no sus monumentos por sí solos, sino también su entorno inmediato. A su izquierda, el hombre sobre el vehículo blindado posee la estructura casi clasicista del Comité del Partido local y de las tristemente célebres «Cruces», la mayor penitenciaría de Rusia. A su derecha se encuentra la Academia de Artillería, y, si uno sigue la dirección que señala su mano, el edificio posrevolucionario más alto en la orilla izquierda del río: la sede de la KGB de Leningrado. En cuanto al Jinete de Bronce, también éste tiene una institución militar a su derecha: el Almirantazgo; a su izquierda, sin embargo, se encuentra el Senado, hoy Archivo Histórico del Estado, y su mano apunta, a través del río, hacia la Universidad que él construyó y donde más tarde el hombre del coche blindado recibió parte de su educación.

Por lo tanto, esta ciudad, con sus doscientos setenta y cinco años a cuestas, tiene dos nombres, el de soltera y un apodo, y en general sus habitantes tienden a no utilizar ninguno de ellos. Cuando se trata de su correspondencia o de sus documentos de identidad, escriben, desde luego, «Leningrado», pero en una conversación normal prefieren llamarla simplemente «Peter». Esta preferencia por un nombre muy poco tiene que ver con la política; lo cierto es que tanto «Leningrado» como «Petersburgo» resultan un tanto farragosos fonéticamente, y, por otra parte, a la gente le agrada adjudicar un apodo a sus hábitats… es un grado más avanzado de domesticación. Desde luego, «Lenin» no le va, aunque sólo sea porque se trataba del apellido del hombre (además de un apodo), en tanto que «Peter» parece ser la opción más natural. Por una parte, a la ciudad ya se la ha llamado así durante un par de siglos y, por otra, la presencia del espíritu de Pedro I es en ella todavía mucho más palpable que el sabor de la nueva época. Además, puesto que el verdadero nombre del emperador en ruso es Piotr, «Petera sugiere un cierto matiz extranjero y suena bien, ya que en la atmósfera de la ciudad existe un algo claramente extranjero y alienante: sus edificios de aspecto europeo, tal vez su misma ubicación, en el delta de ese río norteño que desemboca en un mar abierto y hostil. En otras palabras, en el borde de un mundo tan familiar.

Rusia es un país muy continental; su masa terrestre constituye una sexta parte del firmamento mundial. La idea de construir una ciudad al borde de la tierra, y para colmo proclamarla como capital de la nación, fue considerada por los contemporáneos de Pedro I como desdichada, por decir lo mínimo. El mundo uterino y claustrofóbico, y tradicional en lo idiosincrático, de la Rusia propiamente dicha tiritaba bajo el viento frío y penetrante del Báltico. La oposición a las reformas de Pedro fue formidable, sobre todo porque las tierras del delta del Neva eran verdaderamente adversas. Eran tierras bajas y marismas, y para construir sobre ellas era necesario reforzar el suelo. Había abundancia de madera en los alrededores, pero no voluntarios para cortarla, y mucho menos para clavar los pilares en el suelo.

Pero Pedro I tenía una visión de la ciudad, y de algo más que la ciudad, pues él veía a Rusia con su rostro vuelto hacia el mundo. En el contexto de su época, esto quería decir hacia Occidente, y la ciudad estaba destinada a convertirse -como dijo un escritor europeo que visitó entonces Rusia- en una ventana hacia Europa. En realidad, Pedro quería una puerta, y la quería entreabierta. A diferencia de sus antecesores y también de sus sucesores en el trono de Rusia, ese monarca, con su estatura de un metro noventa y cinco, no padecía la tradicional dolencia rusa: un complejo de inferioridad respecto a Europa. Él no quería imitar a Europa: quería que Rusia fuese Europa, tal como él era, al menos en parte, un europeo. Desde su infancia, muchos de sus íntimos amigos y compañeros, así como los principales enemigos con los que guerreaba, eran europeos, y había pasado más de un año trabajando, viajando y literalmente viviendo en Europa, a la que después visitaría con frecuencia. Para él, Occidente no era tierra incógnita. Hombre de mente sobria, aunque tremendamente inclinado a la bebida, contemplaba cada país en el que había puesto el pie -incluido el suyo- como una mera continuación del espacio. En cierto modo, la geografía era para él mucho más real que la historia, y sus direcciones predilectas eran el norte y el oeste.

En general, estaba enamorado del espacio, y del mar en particular. Quería que Rusia poseyera una marina de guerra, y con sus propias manos ese «zar carpintero», como le llamaban sus contemporáneos, construyó su primera embarcación (que hoy se exhibe en el Museo de la Marina), empleando los conocimientos que había adquirido mientras trabajaba en los astilleros holandeses y británicos. Por consiguiente, su visión de esta ciudad era bastante particular. El quería que fuese un puerto para la marina rusa, una fortaleza contra los suecos, que durante siglos habían asediado esas costas, y el baluarte septentrional de su nación. Al propio tiempo, pensaba en que esta ciudad llegara a convertirse en el centro espiritual de la nueva Rusia: el centro de la razón, de las ciencias, de la educación y de los conocimientos. Para él, éstos eran los elementos de la visión y los objetivos conscientes, no los productos secundarios del impulso militar de las épocas subsiguientes.

Cuando un visionario es al mismo tiempo emperador, actúa de una manera implacable. Los métodos a los que recurrió Pedro I, para llevar a cabo su proyecto, podrían definirse, en el mejor de los casos, como un reclutamiento obligatorio. Aplicó impuestos a todo y a todos con tal de obligar a sus súbditos a luchar con la tierra. Durante el reinado de Pedro, un súbdito de la corona rusa tenía una opción más que limitada entre incorporarse al ejército o ser enviado a construir San Petersburgo, y es difícil decir cuál de las dos alternativas era peor. Decenas de millares de hombres encontraron un final anónimo en las marismas del delta del Neva, cuyas islas gozaban de una reputación similar a la de un gulag actual. Con la excepción de que, en el siglo XVIII, uno sabía lo que estaba construyendo y tenía además la posibilidad de recibir al final los últimos sacramentos y tener una cruz de madera sobre su tumba.

Quizá Pedro no tuviera otra manera de asegurar la ejecución de su proyecto. Con la excepción de las guerras, hasta su reinado Rusia apenas había conocido la centralización y nunca había actuado como una entidad todopoderosa. La coerción universal ejercida por el futuro Jinete de Bronce para completar su proyecto unió a la nación por primera vez y originó el totalitarismo ruso, cuyos frutos no saben mejor de lo que sabían sus semillas. La masa había invitado a una solución masiva, y ni por su educación ni por la propia historia de Rusia estaba Pedro preparado para otra cosa. Trataba al pueblo exactamente como trataba a la tierra donde se alzaría su futura capital. Carpintero y navegante, este gobernante reglamentador utilizó un solo instrumento para diseñar su ciudad: una regla. El espacio que se extendía ante él era totalmente plano, horizontal, y no le faltaban razones para tratarlo como un mapa, donde una línea recta basta. Si algo se curva en esta ciudad, ello no se debe a una planificación específica, sino a que él era un dibujante torpe cuyo dedo se escapaba a veces del borde de la regla, y el lápiz seguía este desliz. Y lo mismo hacían sus aterrorizados subordinados.

En realidad, la ciudad descansa sobre los huesos de sus constructores, tanto como sobre los pilares de madera que éstos clavaron en el suelo. Lo mismo ocurre, hasta cierto punto, en gran parte del Viejo Mundo, pero la historia sabe poner a buen recaudo los recuerdos desagradables. Ocurre que San Petersburgo es demasiado joven para albergar mitologías, y cada vez que se produce un desastre natural o premeditado, cabe detectar entre la multitud una cara pálida, algo demacrada, carente de edad y con unos ojos hundidos, blancos y de mirada fija, y oír en un murmullo: «¡Os digo que este lugar está maldito!». Uno se estremece, pero momentos después, al tratar de echar otra ojeada al que ha hablado, el rostro ha desaparecido. En vano los ojos recorren el lento curso de las multitudes y el tráfico que fluye trabajosamente a su lado, pues nada se ve, excepto los indiferentes transeúntes y, a través del velo oblicuo de la lluvia, los rasgos magníficos de los grandes edificios imperiales. La geometría de las perspectivas arquitectónicas de esta ciudad es perfecta para perder las cosas definitivamente.
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