15

15

De vuelta a casa, mi padre y yo entrábamos en alguna tienda para comprar comida o material fotográfico (película, productos químicos, papel) o nos deteníamos ante los escaparates. Mientras hacíamos camino en dirección al centro de la ciudad, me hablaba acerca de la historia de ésta o aquella fachada, de lo que había aquí o allí antes de la guerra o del año 1917. Me informaba de quién era el arquitecto, el propietario, el ocupante, de qué había sido de ellos y, en su opinión, por qué habían tenido aquel destino. Aquel comandante de la marina de un metro ochenta de altura sabía un montón de cosas sobre la vida de la ciudad y ocurrió que yo fui viendo gradualmente su uniforme como un disfraz; para decirlo con más exactitud, la idea de la distinción entre forma y contenido había empezado a echar raíces en mi cerebro de colegial. Su uniforme tenía mucho que ver con ese efecto, no menos que el contenido de aquellas fachadas que me iba señalando con el dedo. Por supuesto que, en mi mente de niño, esa disparidad se reflejaría en una invitación a la mentira (no es que la necesitara precisamente), aunque a un nivel profundo me parece que me enseñó el principio de cubrir las apariencias prescindiendo de lo que pudiera ocurrir en el interior.

En Rusia, es raro que los militares cambien el uniforme por el traje civil, ni siquiera en casa. Se trata en parte de una cuestión de armario ropero, que en ningún caso es muy abundante; sin embargo, tiene que ver en gran parte con el concepto de autoridad implícito en el uniforme y, por esa misma vía, con la posición social. Mucho más aún cuando uno es oficial. Hasta los mismos desmovilizados o los militares retirados suelen llevar durante un cierto tiempo, ya sea en casa, ya en público, ésta o aquella prenda perteneciente a su atavío militar: una camisa con hombreras, unas botas altas, una gorra, un capote, como para indicar a los demás (o para recordárselo a sí mismos) el grado de adscripción: aquél que ha servido una vez, servirá siempre. Viene a ser como el clero protestante de estas tierras y, en el caso de los marinos, la similitud todavía es más acusada debido al alzacuello blanco.

En uno de los cajones del armario guardábamos cuellos a montones, de plástico y de algodón; años más tarde, cuando yo cursaba séptimo grado y fue impuesto uniforme a los colegiales, mi madre los cortó y cosió al cuello fijo de mi blusa color gris rata. Aquel uniforme era también paramilitar: blusa, cinturón con hebilla, pantalones a juego, gorra con visera lacada. Cuanto más pronto empieza uno a identificarse como soldado, mejor para el sistema. A mí no me importaba, pese a que me molestaba el color, que me recordaba la infantería o, peor aún, la policía. De ningún modo podía casar con el capote de mi padre, negro como un pozo, con sus dos hileras de botones amarillos que hacían pensar en una avenida por la noche. Y, cuando se lo desabrochaba, la blusa azul marino debajo, con otra hilera de botones iguales que los otros: una calle de noche, ésta débilmente iluminada. «Una calle dentro de una avenida»… esto es lo que pensaba de mi padre, observándolo de soslayo mientras recorríamos el camino desde el museo a casa.



Добавить комментарий

  • Обязательные поля обозначены *.

If you have trouble reading the code, click on the code itself to generate a new random code.