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De haber buscado un lema para su existencia, habrían podido adoptar unos versos de una de las Elegías del norte, de Ajmatova:

Como un río, fui desviada por mi poderosa era

Cambiaron mi vida: seguí adelante por un valle distinto, a través de otros paisajes.

Y no conozco mis orillas ni sé dónde están.

Nunca me hablaron mucho de su infancia, ni de sus familias, ni de sus padres, ni de sus abuelos. Lo único que sé es que uno de mis abuelos (por parte de mi madre) era viajante de comercio de la casa Singer de máquinas de coser y que se dedicaba a introducirlas en las provincias bálticas del imperio (Lituama, Letonia, Polonia) y que el otro (el de la familia de mi padre) era propietario de una imprenta en San Petersburgo. Aquella reticencia tenía menos que ver con la amnesia que con la necesidad de ocultar sus orígenes de clase durante aquella poderosa era, con el solo objeto de sobrevivir. El verbo cautivador de mi padre se veía rápidamente interrumpido en sus recuerdos acerca de los esforzados tiempos de sus estudios secundarios por la amonestadora mirada de los ojos grises de mi madre. Y ella, a su vez, no parpadeaba siquiera al escuchar por la calle o de boca de mis amigos una expresión francesa ocasional, pese a que un día la encontré con una edición francesa de mis obras. Nos miramos, volvió a dejar en silencio el libro en el estante y salió de mi Lebensraum.

Un río desviado que corría hacia un estuario ajeno, artificial. ¿Podría alguien atribuir su desaparición a causas naturales? Y en caso afirmativo, ¿qué decir de su curso? ¿Cómo hay que ver el potencial humano, reducido y dirigido erróneamente desde el exterior? ¿Quién podría explicar de dónde ha sido desviado? ¿Hay alguien que pueda? Y mientras hago estas preguntas no pierdo de vista el hecho de que esta vida limitada y mal dirigida puede producir a lo largo de su curso otra vida, la mía por ejemplo, que, a no ser precisamente por esta reducción de opciones, no habría tenido lugar, para empezar, y no se habrían hecho estas preguntas. No, soy consciente de la ley de la probabilidad. No es que desee que mis padres no se hubieran conocido. Hago estas preguntas precisamente porque soy tributario de un río dirigido, desviado. En definitiva, supongo que estoy hablando conmigo mismo.

¿Así que cuándo y dónde, me pregunto, la transición de la libertad a la esclavitud adquiere la condición de inevitabilidad? ¿Cuándo se hace aceptable, sobre todo para un espectador inocente? ¿A qué edad es más perjudicial la intervención en la libertad de una persona? ¿A qué edad deja menos rastro en el recuerdo? ¿A los veinte años? ¿A los quince? ¿A los diez? ¿A los cinco? ¿En el seno materno? Preguntas retóricas éstas, ¿no es verdad? No del todo. Un revolucionario o un conquistador, por lo menos, conocería la respuesta adecuada. Gengis Jan por ejemplo, la sabía: eliminó a todo aquél cuya cabeza sobrepasase el eje de la rueda de su carro. Cinco, entonces. Pero el 25 de octubre de 1917 mi padre ya tenía catorce años y mi madre doce. Ella sabía algo de francés; él conocía el latín. Y ésta es la razón de que me haga estas preguntas. Es la razón de que hable conmigo mismo.



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