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Se trata de un sentimiento fácilmente dominable. Después de todo, todos los hijos se sienten culpables en relación con sus padres, aunque sólo sea porque saben que morirán antes que ellos. En consecuencia, lo único que se necesita para aliviar esta sensación de culpabilidad es que mueran por causas naturales: de una enfermedad, de viejos o de ambas cosas. Pero, ¿puede uno hacer extensiva esta ausencia de compromiso a la muerte de un esclavo? ¿De alguien que nació libre, pero cuya situación de libertad se ha visto alterada?

Restrinjo la definición de esclavo no por razones académicas ni por falta de generosidad, y estoy dispuesto a aceptar que un ser humano nacido en situación de esclavitud sabe de la libertad por razones genéticas o por razones intelectuales, por lecturas o de oídas, pero debo añadir que su ansia genética de libertad es, como todas las ansias, incoherente hasta cierto punto, puesto que no se trata de recuerdo real de su mente ni de sus miembros. De ahí la crueldad y la ciega violencia de tantas revueltas, de ahí también sus derrotas, o sea, sus tiranías. La muerte, para un esclavo de esa condición o para sus parientes próximos, tiene que ser como una liberación (la famosa frase de Martin Luther King Jr.: «¡Libre! ¡Libre! ¡Por fin, libre!»).

¿Qué habría que decir, sin embargo, del que ha nacido libre, pero muere como esclavo? Dejando al margen los conceptos eclesiásticos, ¿pensará también en la muerte como en un alivio? Pues, es posible, pero es más probable que la vea como el insulto final, como el último e irreversible robo de su libertad. Y así es como lo ven sus parientes o como lo ve su hijo, puesto que esto es lo que es: el robo final.

Me acuerdo de que una vez mi madre fue a la estación para comprar un billete en dirección al sur: iba al Sanatorio de Aguas Minerales. Después de dos años de trabajo en la oficina municipal de desarrollo, iba a disfrutar de veintiún días de vacaciones y había proyectado ir al sanatorio para someter a una cura su hígado enfermo (nunca llegó a saber que padecía cáncer). Cuando estaba haciendo la larga cola necesaria para sacar el billete, después de tres horas de espera descubrió que le habían robado el dinero que reservaba para el billete: cuatrocientos rublos. Estaba desconsolada. Volvió a casa y, de pie en la cocina comunitaria, se puso a llorar y a llorar sin parar. Yo la llevé a nuestra habitación y media, se tumbó en la cama y siguió llorando. El motivo de que recuerde este hecho es que ella no lloraba nunca, salvo en los entierros.



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