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Había sobrevivido trece meses a su mujer. De los setenta y ocho años de vida de ella y de los ochenta de él, yo únicamente había vivido treinta y dos con ellos. Apenas sabía nada de sus primeras relaciones, de cómo se conocieron, ni siquiera sé en qué año se casaron. Tampoco sé nada de los once o doce años que vivieron sin mí. Como no lo sabré nunca, mejor será que imagine que la rutina fue la de siempre, que quizá incluso estuvieran mejor sin mí, tanto en el aspecto económico como porque se habían librado de la preocupación de mis continuas detenciones.

Pero no pude ayudarles durante la vejez ni estuve a su lado en la hora de su muerte. Y no lo digo tanto por un sentido de culpabilidad como por ese deseo ególatra del niño que lo empuja a seguir a sus padres a través de todos los estadios de su vida, puesto que todo niño, de un modo u otro, repite los pasos de sus padres. Podría argumentarlo diciendo que, después de todo, si uno quiere aprender de sus padres cómo será su futuro, cómo va a envejecer, también uno quiere aprender de ellos la última lección: cómo hay que morir. Pese a que uno no lo quiera, sabe que aprende de ellos, aunque sea inconscientemente. «¿También yo seré así cuando sea viejo? ¿Será hereditario ese problema cardíaco (o de otro tipo)?»

No sé ni sabré nunca cómo estuvieron mis padres durante los últimos años de su vida, ni cuántas veces sintieron miedo, ni cuántas veces se sintieron al borde de la muerte, ni si se sentían postergados, ni si esperaban que volviéramos a reunimos los tres algún día.

– Hijo -me decía mi madre por teléfono-, la única cosa que le pido a la vida es volver a verte. Es lo único que me mantiene.

Y al cabo de un minuto:

– ¿Qué estabas haciendo hace cinco minutos, antes de llamar?

– Lavaba los platos.

– ¡Ah, eso está muy bien! Es una cosa muy buena eso de lavar platos. A veces es sumamente terapéutico.



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