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A ellos les gustaban las arias operísticas, los tenores y los artistas de cine de su juventud, no se interesaban demasiado por la pintura, tenían alguna idea del arte «clásico», les encantaban los crucigramas y se sentían desorientados y trastornados ante mis logros literarios. Pensaban que yo estaba equivocado, se preocupaban por el camino que había emprendido, pero trataban de ponerse en mi lugar, porque yo era su hijo. Más adelante, cuando pude arreglármelas para que me imprimieran aquí o allí algunas de mis cosas, se sintieron satisfechos e incluso, a veces, orgullosos de mí, pese a que estoy convencido de que, aunque yo hubiera resultado un grafomaníaco o un fracasado, su actitud conmigo habría sido la misma. Me querían más que a sí mismos y es muy probable que no hubieran comprendido en absoluto mis sentimientos de culpabilidad para con ellos. Las principales cuestiones que les preocupaban eran que hubiera pan en la mesa, que los vestidos estuviesen limpios y que no hubiera problemas de salud. Éstas eran las cosas sinónimas de amor, en realidad mejores que las mías.

En lo que se refiere a aquella guerra del tiempo, la libraron valerosamente. Pese a que sabían que había una bomba que estaba por estallar, no cambiaron nunca su táctica. Mientras pudieron mantener la verticalidad, estuvieron moviéndose de aquí para allá, comprando comida y ofreciéndola a sus amigos y parientes, maniatados a una cama, o facilitándoles vestidos o todo el dinero que podían ahorrar o el refugio que podían brindar a los que de vez en cuando se encontraban en peores condiciones que las suyas. Siempre fueron de esta manera, desde los tiempos hasta los que retrocede mi memoria, y no eran así porque creyeran, en el fondo, que si eran amables con ciertas personas serían catalogados a una cierta altura y algún día serían tratados de la misma suerte. No, su generosidad era la natural, la ajena a todo cálculo, propia de los extrovertidos, que posiblemente se hacía más palpable a los demás ahora que yo, su principal objeto, había desaparecido. Y eso es lo que, en última instancia, puede ayudarme a llegar a un acuerdo con la calidad de mi memoria.

Que quisieran verme de nuevo antes de morir no tiene nada que ver con un deseo o un intento de eludir aquella explosión. Ellos no querían emigrar, no querían vivir los últimos días de su vida en América. Se sentían demasiado viejos para cambiar, y América, a lo sumo, era simplemente el nombre de aquel lugar donde podían ver a su hijo, un lugar que sólo cobraba realidad en la duda acerca de si serían capaces de hacer el viaje en caso de que se les permitiera hacerlo. Y sin embargo, ¡cuántas tretas estaban dispuestos a hacer con toda la chusma encargada de concederles el permiso aquellos dos pobres y frágiles viejos! Mi madre solicitaría un visado para ella sola, al objeto de indicar que no pretendía huir a los Estados Unidos, que su marido se quedaba como rehén, como garantía de su regreso. Más tarde cambiarían los papeles: estarían algún tiempo sin solicitar permiso, haciendo como que habían perdido interés o pretendiendo demostrar a las autoridades que comprendían cuan difícil debía resultarles tomar una decisión cualquiera dadas las relaciones entonces existentes entre los Estados Unidos y la Unión Soviética. Después solicitarían simplemente una estancia de una semana en los Estados Unidos o un permiso para trasladarse a Finlandia o a Polonia. Después irían a la capital para tener una entrevista con lo que en aquel país se tenía por presidente y llamarían a todas las puertas de los ministerios interiores y exteriores. Pero todo sería en vano: el sistema, desde la cabeza hasta los pies, no cometía nunca una sola falta. En lo que a sistemas se refiere, puede estar orgulloso de sí mismo. La falta de humanidad siempre es más fácil de estructurar que cualquier otra cosa. Rusia no ha tenido que importar nunca las directrices necesarias para imponer esa actitud. De hecho, el único camino que tiene ese país para hacerse rico es exportarla.



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