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Cómo se las arreglaron para llevar a cabo todas aquellas obligaciones, y sobre todo estas limpiezas, durante los doce años en los que no viví con ellos es cosa de la que no tengo la menor idea. Mi salida de casa significaba, naturalmente, una boca menos que alimentar, aparte de que de vez en cuando hubieran podido también pagar a una persona para que hiciera ese tipo de trabajos. Sin embargo, sabiendo cuál era su presupuesto (dos pensiones exiguas) y conociendo el carácter de mi madre, dudo que lo hicieran. Por otra parte, esta práctica es rara en los apartamentos comunitarios: después de todo, el sadismo natural de los vecinos necesita una cierta satisfacción. Un pariente sería tolerado, no una persona alquilada.

Pese a que con mi salario de la universidad me convertí en un Creso, no querían oír hablar siquiera de cambiar dólares americanos por rublos. Por un lado consideraban un robo el cambio oficial y, por otro, eran un tanto melindrosos o tenían miedo de entablar relaciones con el mercado negro. Tal vez esa última razón fuera la de más peso: se acordaban de que sus pensiones habían sido canceladas en 1964, cuando fue dictada contra mí una sentencia de cinco años, y de que entonces tuvieron que volver a buscar trabajo. Así es que opté por enviarles primordialmente ropas y libros de arte, porque sabía que éstos alcanzaban precios muy elevados entre los bibliófilos.

Las ropas les encantaban, especialmente a mi padre, que fue siempre una persona a la que le gustaba vestir bien y, en cuanto a los libros de arte, se los quedaban para ellos: para contemplarlos a sus setenta y cinco años, después de restregar los suelos comunitarios.



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