NADEYDA MANDELSTAM (1899-1980)

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NADEYDA MANDELSTAM (1899-1980).

UNA NECROLÓGICA

De los ochenta y un años de su vida, Nadeyda Mandelstam pasó diecinueve como esposa del poeta ruso más grande de este siglo, Osip Mandelstam, y cuarenta y dos como su viuda. Los demás son infancia y juventud. En los círculos eruditos, y de manera especial en los literarios, ser la viuda de un gran hombre es algo que basta para conferir una identidad. Esto es así especialmente en Rusia, donde en los años treinta y cuarenta el régimen produjo viudas de escritores con tal eficiencia que a mediados de los años sesenta las había en número suficiente para poder organizar un sindicato.

«Nadia es una viuda con suerte», solía decir Anna Ajmatova, refiriéndose al reconocimiento universal que en aquellos tiempos se tributaba a Osip Mandelstam. El objeto de esta observación era, lógicamente, su colega poeta y, tuviera o no razón, ésta era también la opinión del mundo exterior. Cuando este reconocimiento comenzó a hacerse patente, la señora Mandelstam tenía ya sesenta y tantos años, su salud era sumamente precaria y sus medios de subsistencia escasos. Por otra parte, pese a la universalidad del reconocimiento a que hacíamos referencia, no participaba de él la legendaria «sexta parte del planeta», es decir, la propia Rusia. Detrás de aquella viuda había ya dos decenios de viudedad, de francas privaciones, la Gran Guerra (que obliteraba cualquier pérdida personal) y el temor diario de ser encerrada en la cárcel por los agentes de la Seguridad Estatal como esposa de un enemigo del pueblo. Dejando aparte la muerte, cualquier cosa que pudiera seguir sólo podía significar la suspensión temporal de la pena.

Yo la conocí precisamente entonces, en el invierno de 1962, en la ciudad de Pskov, a la que me había trasladado con un par de amigos para echar una ojeada a las iglesias locales (en mi opinión, las más bellas del imperio). Habiéndose enterado de nuestras intenciones de viajar a aquella ciudad, Anna Ajmatova me sugirió que visitara a Nadeyda Mandelstam, que era profesora de inglés en el instituto pedagógico local, y nos dio varios libros para ella. Aquélla fue la primera vez que oí su nombre, puesto que no sabía siquiera que existiese.

Vivía en un pequeño apartamento comunitario compuesto de dos habitaciones. La primera habitación estaba ocupada por una mujer cuyo nombre, por una ironía del destino, era Nietsvetaeva (literalmente: No-Tsvetaeva), la segunda era la de la señora Mandelstam. La habitación tenía ocho metros cuadrados de superficie, las dimensiones de un cuarto de baño americano de tipo corriente. La mayor parte del espacio estaba ocupada por una cama doble de hierro fundido y, además, había dos sillas de mimbre, un armario ropero con un pequeño espejo y una mesilla de noche destinada a múltiples usos, sobre la que había platos con restos de la cena y, junto a los platos, un libro en rústica abierto de El erizo y la zorra, de Isaiah Berlin. La presencia de aquel libro de tapas rojas en aquella minúscula celda y el hecho de que no lo escondiera debajo de la almohada al oír el timbre de la puerta, significaba precisamente esto: el comienzo de la suspensión temporal de la pena.

Resultó ser que el libro le había sido enviado por Anna Ajmatova, que, por espacio de casi medio siglo, fue la mejor amiga de los Mandelstam: primeramente de los dos, más adelante sólo de Nadeyda. Ajmatova, viuda por dos veces (su primer marido, el poeta Nikolai Gumiliov, fue fusilado en 1921 por la Cheka, nombre de soltera de la KGB; el segundo, el historiador del arte Nikolai Punin, que murió en un campo de concentración perteneciente a la misma institución), ayudó a Nadeyda Mandelstam en todo lo que pudo y, durante los años de guerra, salvó literalmente su vida, raptando a Nadeyda y llevándosela a Tashkent, donde habían sido evacuados algunos escritores, y compartiendo con ella sus raciones diarias. Pese a que sus dos maridos habían sido eliminados por el régimen y a que su hijo estuvo dieciocho años languideciendo en campos de concentración, Ajmatova estaba en una situación algo mejor que Nadeyda Mandelstam, aunque sólo fuera por el hecho de gozar del reconocimiento, otorgado a regañadientes, de escritora, circunstancia que le permitía vivir en Leningrado y en Moscú. Para la esposa de un enemigo del pueblo, las grandes ciudades estaban fuera de los límites permitidos.

Por espacio de varios decenios, esta mujer estuvo huyendo costantemente, nadando a contracorriente y moviéndose por las capitales de provincia del imperio: afincándose en un sitio nuevo sólo para huir de él a la primera señal de peligro. Gradualmente el estatuto de no-persona pasó a convertirse en su segunda naturaleza. Era una mujer bajita, de complexión delgada y, con el paso de los años, su figura todavía fue reduciéndose más, como si tratara de transformarse en un ser ingrávido, en algo que podía guardarse fácilmente en el bolsillo en el momento de la huida. Por la misma razón, no poseía prácticamente nada: ni muebles, ni objetos artísticos, ni biblioteca. Los libros, incluso los extranjeros, rara vez permanecían mucho tiempo en sus manos: después de leídos u hojeados, pasaban en seguida a manos de otra persona…, tal como debería hacerse siempre con los libros. En los años de su máxima opulencia, a finales de los sesenta y principios de los setenta, el elemento más caro de su apartamento de una sola habitación, en las afueras de Moscú, era un reloj de cuco en la pared de la cocina. Un ladrón habría salido de su casa profundamente desilusionado, al igual que quien se hubiera presentado en ella con una orden de registro.

En aquellos años de «opulencia» que siguieron a la publicación en Occidente de sus dos volúmenes de memorias, aquella cocina se convirtió en meta de auténticas peregrinaciones.

Una noche sí y otra también, lo mejor de lo que había sobrevivido a la era posterior a Stalin, o de lo que había surgido en ella, se reunía alrededor de la larga mesa de madera, diez veces más grande que aquella cama de Pskov. No parecía sino que aquella mujer quería compensar todas aquellas décadas de paria. Dudo, sin embargo, que lo lograra, y en cierto modo la recuerdo mejor en aquella pequeña habitación de Pskov o sentada al borde de un diván en la casa de Leningrado de A¡ma-tova, a la que de vez en cuando acudía ilegalmente desde Pskov, o surgiendo de las profundidades del corredor en el apartamento de Shklovski en Moscú, donde residía antes de contar con un alojamiento propio. Quizá la recuerdo allí con más nitidez porque allí estaba más a sus anchas como la expatnada que era, la fugitiva, «la mendiga amiga», como la llamaba Osip Mandelstam en uno de sus poemas, que fue lo que siguió siendo durante todo el resto de su vida.

Deja literalmente sin aliento comprobar que escribió sus dos volúmenes a la edad de sesenta y cinco años. En la familia Mandelstam, el escritor era Osip, no ella. Si escribió alguna cosa con anterioridad fueron las cartas dirigidas a sus amigos o las apelaciones formuladas al Tribunal Supremo. Tampoco era el suyo el caso de una persona que pasa revista, desde la tranquilidad de su retiro, a una vida larga y plagada de hechos memorables, puesto que aquellos sesenta y cinco años no habían sido para ella exactamente lo que se dice normales. No es porque sí que en el sistema penal soviético hay una cláusula que especifica que, en ciertos campos, un año de reclusión cuenta por tres. En virtud de esto, las vidas de muchos rusos de este siglo casi igualan en longitud a las de los patriarcas de la Biblia, con los que comparten además otra cosa: su devoción por la justicia.

Pero no fue únicamente esa devoción por la justicia lo que la empujó a sentarse, a los sesenta y cinco años, y a emplear el tiempo de suspensión temporal de la sentencia para escribir aquellos libros. Lo que les dio existencia fue una recapitulación, a escala individual, del mismo proceso que ya había tenido lugar una vez en la historia de la literatura rusa. Y cuando digo esto recuerdo la aparición de la gran prosa rusa de la segunda mitad del siglo diecinueve. Aquella prosa que parece salida de ninguna parte, como un efecto sin causas detectables, no fue sino fruto de la poesía rusa del siglo diecinueve. Marcó el tono de todo lo que se escribiría después en ruso y lo mejor de la literatura rusa puede considerarse un eco distante y una elaboración meticulosa de la sutileza psicológica y léxica ofrecida por la poesía rusa del primer cuarto de aquel siglo. «La mayoría de los personajes de Dostoievski son héroes de Pushkin más viejos, Oneguins y otros por el estilo», solía decir Anna Ajmatova.

La poesía precede siempre a la prosa y así fue también en la vida de Nadeyda Mandelstam en más de un aspecto. Como escritora, al mismo tiempo que como persona, ella es una creación de dos poetas a los que su vida estuvo inexorablemente atada: Osip Mandelstam y Anna Ajmatova, y ello no tan sólo por el hecho de que el primero era su marido y la segunda su amiga de toda la vida. Después de todo, cuarenta años de viudedad podrían oscurecer los recuerdos más felices (y en el caso de su matrimonio, fueron pocos y distanciados, aunque sólo fuera por el hecho de que el matrimonio coincidió con la ruina económica del país, causada por la revolución, la guerra civil y los primeros planes quinquenales). Por otra parte, hubo años enteros en los que no vio para nada a Ajmatova y una carta habría sido lo último en lo que poder confiar. El papel era, en general, peligroso. Lo que reforzó el vínculo de aquel matrimonio, así como el de aquella amistad, fue la tecnicidad: la necesidad de confiar a la memoria lo que no se podía confiar al papel, es decir, los poemas de ambos autores.

Nadeyda Mandelstam no era ciertamente la única que lo hacía en aquella «época anterior a Gutenberg», para decirlo con palabras de Ajmatova. No obstante, el hecho de repetir noche y día las palabras de su esposo difunto no sólo estaba indudablemente relacionado con la circunstancia de entenderlas cada vez más, sino con la de resucitar la voz de él, aquellas entonaciones que sólo eran peculiares de él, junto con la sensación, por efímera que fuese, de su presencia y con la comprobación de que él mantenía su participación en aquel acuerdo de «para lo mejor y para lo peor» y, de manera especial, de su segundo término. Lo mismo ocurrió con los poemas de la amiga físicamente ausente, Ajmatova, puesto que, una vez en marcha, aquel mecanismo de la memorización ya no conoció freno. E igual sucedió con otros autores, otras ideas, otros principios éticos…, todo cuanto no podía sobrevivir de otra manera.

Aquellas cosas fueron creciendo gradualmente dentro de ella. Si hay un sustituto del amor, se llama memoria. Recordar de memoria es, pues, restablecer la intimidad. Gradualmente, los versos de aquellos poetas se convirtieron en su mentalidad, en su identidad. No sólo le aportaron el plano visual o ángulo de visión sino que -lo cual es más importante- se convirtieron en su norma lingüística. Así que, cuando se puso a escribir sus libros, estaba en condiciones de evaluar las oraciones que escribía-en aquel tiempo de una manera inconsciente, instintiva- por comparación con las de ellos. La claridad y ausencia de remordimiento de sus páginas, al mismo tiempo que reflejan su actitud mental, son también consecuencias estilísticas inevitables de la poesía que había conformado aquella mente. Tanto en su estilo como en su contenido, sus libros no son sino una postdata de la versión suprema del lenguaje que es esencialmente la poesía y que pasó a convertirse en su propia carne al aprender de memoria los versos de su marido.

Tomando en préstamo una frase de W. H. Auden, la gran poesía la «hirió» en prosa. Y realmente fue así, puesto que el patrimonio de aquellos dos poetas únicamente podía ser desarrollado o elaborado a través de la prosa. En poesía sólo podían ser seguidos por los epígonos, como ocurrió realmente. Dicho en otras palabras, la prosa de Nadeyda Mandelstam era el único medio disponible que tenía la lengua para evitar el estancamiento. De la misma manera, era el único medio disponible para la psique creada por el uso que hacían del lenguaje aquellos poetas. Así pues, sus libros no fueron tanto memorias y guías para las vidas de dos grandes poetas, por muy exquisitamente que llevaran a cabo esta función, sino que sirvieron para establecer la conciencia de la nación. Para que así, por lo menos, tuvieran un modelo.

No ha de sorprendernos, pues, que su postura se resolviera en una acusación del sistema. Esos dos volúmenes de la señora Mandelstam equivalen, de hecho, a un Día del Juicio sobre la tierra para la época y para su literatura, un juicio administrado de una manera perfectamente correcta, puesto que esta época fue la que emprendió la construcción del paraíso terrenal. Y todavía ha de sorprendernos menos que esas memorias, y de manera especial el segundo volumen de las mismas, no fueran del gusto de ninguno de los bandos situados a ambos lados de la muralla del Kremlin. Debo decir que las autoridades se mostraron más honradas en su reacción que la intelectualidad: se limitaron a catalogar la posesión de esos libros como una ofensa punible por la ley. En cuanto a la intelectualidad, y de manera especial la de Moscú, sufrió una auténtica conmoción como resultado de las acusaciones de Nadeyda Mandelstam contra muchos de sus ilustres y no tan ilustres miembros, a los que echó en cara una casi complicidad con el régimen, como resultado de lo cual la oleada humana que antes invadía su cocina disminuyó considerablemente.

Hubo cartas abiertas y semiabiertas, indignadas resoluciones de no estrechar la mano, amistades y matrimonios que se rompieron a la hora de dilucidar si tenía o no razón al considerar a ésta o a aquella persona un informador. Un destacado disidente decía, mientras se acariciaba la barba: «ha presidido toda nuestra generación», en tanto que otros corrían a sus dachas, se encerraban en ellas y se ponían a mecanografiar las contramemorias. Esto era ya a principios de los años setenta y unos seis años más tarde estas mismas personas quedarían igualmente divididas frente a la actitud de Soljenitsin en relación con los judíos.

Hay algo en la conciencia de los literatos que no puede soportar el concepto de la autoridad moral de alguien. Se someten ante la existencia de un Primer Secretario del Partido o de un Führer como ante un mal necesario, pero se lanzarían ávidamente a poner en tela de juicio a un profeta. Y presumiblemente es así, porque decirle a uno que es un esclavo es menos desalentador que si le dicen que, desde el punto de vista moral, es un cero. Después de todo, no hay por qué pegarle un puntapié al perro caído, pese a que el profeta da un puntapié al perro caído no para acabar con él sino para que le siga sus pasos. La resistencia a esos puntapiés, el poner en entredicho las afirmaciones y acusaciones de un escritor, no proviene de un ansia de verdad sino de la presunción intelectual de esclavitud. Peor aún para los literatos cuando la autoridad no sólo es moral sino también cultural, como lo fue en el caso de Nadeyda Mandelstam.

Quisiera avanzar todavía un paso más. La realidad por sí misma no vale un comino. Es la percepción lo que eleva la realidad a significado. Entre las percepciones (y, correspondientemente, entre los significados) hay una jerarquía, en la que las adquiridas a través de los prismas más refinados y sensitivos se sitúan en el punto más alto. El refinamiento y la sensibilidad están repartidos en este prisma por la única fuente que los proporciona: la cultura, la civilización, cuya herramienta principal es el lenguaje. La evaluación de la realidad realizada a través de ese prisma -la adquisición de lo que constituye un objetivo de la especie- es, por tanto, la más precisa, quizá incluso la más justa. (Los gritos de «¡Injusto!» y «¡Elitista!» que pueden seguir a lo antedicho desde, entre todos los lugares posibles, los campus locales deben quedar desatendidos, puesto que la cultura es «elitista» por definición y la aplicación de los principios, democráticos a la esfera del conocimiento lleva a equiparar la sabiduría con la idiotez.)

Es la posesión de ese prisma, que le fue suministrado por la mejor poesía rusa del siglo veinte, y no la unicidad en la dimensión de su desgracia, lo que hizo indisputable la declaración de Nadeyda Mandelstam acerca de su espacio de realidad. Es una abominable falacia la que afirma que el sufrimiento explica la grandeza del arte. El sufrimiento ciega, deja sordo, arruina y a menudo mata.
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