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Y esto es lo que hace, en un volumen que crece de día en día. Con todo, a uno le queda el consuelo, o la esperanza, de que, si no la última carcajada, por lo menos la última palabra, corresponde al código genético de cada cual. Por esto estoy agradecido a mi madre y a mi padre, no sólo por haberme dado la vida, sino también por no haber educado a su hijo como un esclavo. Procuraron lo mejor que supieron -aunque sólo fuera para preservarme contra la realidad social en la que había nacido- hacer de mí una persona fiel y obediente al estado. Que no supieran hacerlo, que tuvieran que pagar con el hecho de que la mano anónima del estado, no la de su hijo, les cerrara los ojos, no da testimonio de su negligencia sino de la calidad de sus genes, cuya fusión engendró a un ser que el sistema encontró suficientemente extraño para expulsarlo. Y ahora que lo pienso, ¿qué otra cosa podía esperarse de su respectiva capacidad de aguante?

Si esto suena a fanfarronada, dejémoslo así. La mezcla de sus genes es digna de cualquier fanfarronada, aunque sólo sea por haber demostrado ser capaz de resistir al estado. Y no un estado cualquiera, sino el Primer Estado Socialista de la Historia de la Humanidad, como gusta de etiquetarse: el estado específicamente versado en la combinación de genes. Esta es la razón de que sus manos estén siempre mojadas en sangre, debido a sus experimentos en el campo de aislar y paralizar la célula responsable de la fuerza de voluntad del ser humano. Así pues, dado el volumen de exportación del estado, si uno quiere hoy formar una familia, debe pedir algo más que el grupo sanguíneo o las arras a su posible cónyuge: debe pedirle su adn. Y quizá ésa sea la razón que explique por qué ciertos pueblos miran de reojo los matrimonios mixtos.

Conservo dos fotografías de mis padres tomadas en su juventud, en los años veinte. El está en la cubierta de un buque de vapor: un rostro sonriente, despreocupado, con una chimenea al fondo; ella, en el estribo de un vagón, agitando modestamente su mano enguantada, con los botones del revisor del tren detrás de ella. Ninguno de los dos es consciente de la existencia del otro; ninguno de los dos, por supuesto, soy yo. Por otra parte, es imposible percibir a nadie con una existencia objetiva o física fuera de la propia piel de uno, como parte de ti mismo. Como dice Auden, «… pero mamá y papá / no eran dos personas más». Y aunque no pueda volver a vivir su pasado, ni siquiera la más mínima parte posible de ninguno de los dos, ¿qué puede impedirme, ahora que no existen objetivamente fuera de mi piel, verme como la suma de los dos, como su futuro? Así, por lo menos, son tan libres como cuando nacieron.

¿Debo cobrar ánimo entonces y pensar que estoy abrazando a mi madre y a mi padre? ¿Debo atenerme al contenido de mi cerebro para saber qué ha quedado de ellos en la tierra? Posiblemente. Posiblemente soy capaz de esta proeza solipsista. Y supongo que es posible que no resista la reducción de su alma a las dimensiones de la mía, más pequeña que la suya. Tal vez podría hacerlo. ¿Debería lanzar un maullido para mis adentros después de pronunciar el nombre de «Kisa»? ¿En cuál de las tres habitaciones que actualmente ocupo debería meterme para que ese maullido fuera convincente?

Yo soy ellos, qué duda cabe. Yo soy ahora nuestra familia. Sin embargo, ya que nadie conoce el futuro, dudo que hace cuarenta años, una noche de septiembre de 1939, cruzara su mente la idea de que estaban concibiendo su libertad. Seguramente que, a lo sumo, pensaban en tener un hijo, en fundar una familia. Eran jóvenes, y por añadidura libres, y no sabían que en el país donde habían nacido habría un estado que decidiría qué familia constituirá uno o incluso si iba a constituirla. Cuando se dieron cuenta de cuál era la situación, ya era demasiado tarde para hacer nada y no quedaba otra cosa que la esperanza. No hicieron otra cosa hasta que murieron: esperar. Puesto que eran personas orientadas hacia la familia, no podían hacer otra cosa más que esperar, planificar, intentar…



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