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Constantino fue, ante todo, un emperador romano -al frente de la parte occidental del Imperio- y, para él, «Con este signo vencerás» había de significar, por encima de todo, una extensión de su gobierno, de su control sobre todo el imperio. No es ninguna novedad la adivinación del futuro más inmediato a través de las entrañas de unos pollos, ni el hecho de alistar a una deidad como capitán. Y tampoco es tan vasto el trecho entre la ambición absoluta y la más profunda piedad. Pero incluso en el caso de haber sido él un auténtico y celoso creyente (cuestión sobre la que se han proyectado ciertas dudas, especialmente en vista de su conducta con respecto a sus hijos y su familia política), la palabra «conquista» no sólo debía de tener para él un sentido militar, de cruzar las espadas, sino también un sentido administrativo, es decir, el de asentamientos y ciudades. Y el plano de todo asentamiento romano es, precisamente, una cruz: una carretera central que va de norte a sur (como el Corso en Roma) hace intersección con otra similar que va de este a oeste. De Leptis Magna a Castricum, un ciudadano imperial siempre sabía dónde se encontraba en relación con la capital.

Incluso si la cruz de la que Constantino habló a Eusebio era la del Redentor, una parte constituyente de ella en su sueño fue, inconsciente o subconscientemente, el principio de la planificación de asentamientos. Además, en el siglo IV el símbolo del Redentor no era en absoluto la cruz, sino el pez, un acróstico griego del nombre de Cristo. Y en cuanto a la propia Cruz de la Crucifixión, se parecía a la T mayúscula rusa (y latina), más que a lo que Bernini trazó en aquella escalera en San Pedro, o lo que hoy imaginamos que fue. Fuera lo que fuese lo que Constantino pudo o no haber tenido en su mente, la ejecución de las instrucciones que recibió en un sueño cobró la forma, en primer lugar, de una expansión territorial hacia el este, y la aparición de una Segunda Roma fue una consecuencia perfectamente lógica de esta expansión hacia Oriente. Poseedor, según todas las fuentes, de una personalidad dinámica, consideraba perfectamente natural una política expansiva, tanto más si era, efectivamente, un verdadero creyente.

¿Lo era o no lo era? Cualquiera que pueda ser la respuesta, fue el código genético el que se permitió reírse el último, puesto que su sobrino resultó ser nada menos que Juliano el Apóstata.



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