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Para obtener un buen retrato del propio reino natal, uno necesita salir más allá de sus paredes, o bien extender un mapa. Pero, como ya se ha observado antes, ¿quién mira hoy un mapa?

Si en efecto las civilizaciones -cualquiera que sea su índole- se extienden como la vegetación en dirección opuesta al glaciar, de sur a norte, ¿dónde podría Rus, dada su ubicación geográfica, esconderse lejos de Bizancio? No sólo Rus Kievan, sino también la Rus moscovita, y después todo el resto de ella entre el Dónetz y los Urales. Y, francamente, habría que agradecer a Tamerlán y a Gengis Jan el haber retrasado un tanto el proceso, al congelar un poco -o, mejor dicho, pisotear- las flores de Bizancio. No es cierto que Rus desempeñara un papel de escudo para Europa, amparando a Occidente contra el yugo mongol. Fue Constantinopla, en aquel entonces todavía baluarte de la cristiandad, la que cumplimentó esta misión. (Incidentalmente, en 1402 se creó una situación bajo las murallas de Constantinopla que estuvo a punto de convertirse en catástrofe absoluta para la cristiandad y, de hecho, para todo el mundo entonces conocido: Tamerlán se encontró con Bajazet. Afortunadamente, volvieron sus armas el uno contra el otro, ya que, al parecer, surgió una rivalidad interracial. De haber unido sus fuerzas contra Occidente -o sea en la dirección hacia la que ambos estaban avanzando-, hoy miraríamos el mapa con ojos almendrados, predominantemente marrones.)

No había ningún lugar adonde Rus pudiera ir para alejarse de Bizancio, como tampoco lo había para Occidente en cuanto a alejarse de Roma. Y tal como Occidente, época tras época, se llenó de columnatas y legalidad romanas, Rus pasó a convertirse en la presa geográfica natural de Bizancio. Si en el camino de Roma se alzaban los Alpes, Bizancio no tenía más impedimento que el Mar Negro…, una cosa profunda pero, en resumidas cuentas, plana. Rus recibió, o tomó, de manos bizantinas todas las cosas: no sólo la liturgia cristiana, sino también el sistema cristiano-turco en el arte de gobernar (gradualmente más y más turco, menos vulnerable, más militarmente ideológico), ello sin hablar de una parte importante de su vocabulario. La única cosa de la que Bizancio se desprendió en su camino hacia el norte fue de sus notables herejías -sus monofisitas, sus arríanos, sus neoplatónicos, etcétera-, que habían constituido la quintaesencia de su vida literaria y espiritual. Pero ocurrió que su expansión al norte tuvo lugar en unos tiempos de creciente dominio por parte de la media luna, y el poder puramente físico de la Sublime Puerta hipnotizó al norte en una medida muy superior a las polémicas teológicas de los moribundos escoliastas.

No obstante, al final, el neoplatonismo triunfó en el arte, ¿no es así? Sabemos de dónde proceden nuestros iconos, y lo mismo sabemos acerca de nuestras iglesias con sus cúpulas en forma de cebolla. También sabemos que nada es más fácil para un estado que adaptar a sus propios fines la máxima de Plotino según la cual la tarea de un artista debe ser la interpretación de ideas antes que la imitación de la naturaleza. Y hablando de ideas, en qué difiere el difunto M. Suslov, o quienquiera que sea el que rebañe hoy el plato ideológico, del Gran Mufti? ¿Qué distingue al Secretario General del Padisha, o incluso del Emperador? ¿Y quién nombra al Patriarca, al Gran Visir, al Mufti o al Califa? ¿Qué distingue al Politburó del Gran Diván? ¿Y acaso no hay un solo paso desde un diván a una otomana?

¿No es ahora mi remo natal un Imperio Otomano… en extensión, en poderío militar, en su amenaza para el mundo occidental? ¿No nos encontramos ahora ante las murallas de Viena? ¿Y no es su amenaza tanto mayor por el hecho de proceder de la orientalizada, hasta el punto de ser irreconocible -¡no, reconocible!- cristiandad? ¿No es mayor por el hecho de ser más seductora? ¿Y qué oímos en aquel aullido del difunto Milyukov bajo la cúpula de la efímera Duma: «¡Los Dar-danelos serán nuestros!», un eco de Catón? ¿La nostalgia de un cristiano por sus santos lugares? ¿O todavía la voz de Bajazet, Tamerlán, Selim o Mohamed? Y llegados a este punto, si estamos citando e interpretando, ¿qué discernimos en aquel falsete de Konstantin Leontiev, el falsete que atravesó el aire precisamente en Estambul, donde él prestaba sus servicios en la embajada zarista: «Rusia debe gobernar desvergonzadamente»? ¿Qué oímos en esa pútrida y profética exclamación? ¿El espíritu de la época? ¿El espíritu de la nación? ¿O el espíritu del lugar?



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