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Tras decidir marcharme de Estambul, me dediqué a buscar una compañía de navegación que atendiera la ruta de Estambul a Atenas o, mejor, de Estambul a Venecia. Visité varias oficinas, pero, como siempre ocurre en Oriente, cuanto más se acerca uno a su objetivo, más oscuros se tornan los medios para alcanzarlo. Al final, comprendí que no podía emprender viaje desde Estambul ni desde Esmirna hasta pasadas otras dos semanas, ya fuese en buque de pasaje, en un mercante o en un petrolero. En una de las agencias, una corpulenta turca, cuyo abominable cigarrillo despedía tanto humo como un transatlántico, me aconsejó probar en una compañía que ostentaba el nombre australiano -al menos, así lo imaginé yo al principio- de Boomerang. La Boomerang resultó ser una destartalada oficina que olía a tabaco rancio, con dos mesas, un teléfono, un mapamundi (naturalmente) en la pared, y seis hombres corpulentos, pensativos y de negros cabellos, a los que el ocio había abotargado. Lo único que conseguí extraer de ellos fue que Boomerang se ocupaba de los cruceros soviéticos en el mar Negro y el Mediterráneo, pero que aquella semana no había ninguna salida. Me pregunté de dónde podía proceder aquel joven teniente de la Lubianka que había imaginado un nombre semejante. ¿De Tula? ¿De Cheliabinsk?



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