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Aquí me agradaría admitir que mis ideas en lo tocante a la antigüedad incluso a mí me parecen un tanto alocadas. Comprendo el politeísmo de un modo simple y, por tanto, indudablemente incorrecto. Para mí, es un sistema de existencia espiritual en el que cada forma de actividad humana, desde la pesca hasta la contemplación de las constelaciones, es santificada por unas deidades específicas. El individuo poseedor de una voluntad y una imaginación apropiadas es capaz, por tanto, de discernir en su actividad su vertiente metafísica, infinita. Alternativamente, un dios u otro puede, según se le antoje, aparecerse a un hombre en cualquier momento y poseerlo durante un período. Lo único que se le requería al hombre, en el caso de desear que esto ocurriera, era «purificarse», a fin de que la visita pudiera tener lugar. Este proceso de purificación (catarsis) varía muchísimo y tiene un carácter individual (sacrificio, peregrinación, algún tipo de voto) o público (teatro, competiciones deportivas). El hogar no difiere del anfiteatro, ni el estadio del altar, ni la estatua de la cacerola.

Una visión mundial de esta clase sólo puede existir, supongo, en condiciones prefijadas: cuando el dios conoce las señas de uno. No es sorprendente que la cultura a la que llamamos griega surja en islas. No es sorprendente, tampoco, que sus frutos hipnotizaran durante un milenio a todo el Mediterráneo, incluida Roma. Y no es sorprendente que, al crecer su Imperio, Roma -que no era una isla- huyera de esa cultura.

La fuga comenzó, de hecho, con los Césares y con la idea del poder absoluto, puesto que en esa esfera intensamente política el politeísmo era sinónimo de democracia. El poder absoluto -autocracia- era sinónimo, por desgracia, del monoteísmo. Si cabe imaginar un hombre sin prejuicios, entonces el politeísmo debe parecerle mucho más atractivo que el monoteísmo, aunque sólo sea por el instinto de autoconservación.

Pero semejante persona no existe, y el propio Diógenes, con su linterna, no sabría encontrarlo a la luz del día. Teniendo en cuenta la cultura a la que denominamos antigua o clásica, más que el instinto de autoconservación, sólo puedo decir que cuanto más vivo más me atrae esta adoración de ídolos, y más peligroso me parece el monoteísmo en su forma pura. De poco sirve, supongo, debatir esta cuestión, llamar a las cosas por su nombre, pero el estado democrático es, de hecho, el triunfo histórico de la idolatría sobre el cristianismo.



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