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¿Qué veía y qué no veía Constantino al contemplar el mapa de Bizancio? Veía, para decirlo con benignidad, una tabula rasa. Una provincia imperial colonizada por griegos, judíos, persas y otros por el estilo…, una población con la que él estaba acostumbrado a tratar, típicos súbditos de la parte oriental de su imperio. El idioma era el griego, mas para un romano educado era como el francés para un noble ruso del siglo XIX. Constantino vio una ciudad asomada al mar de Mármara, una ciudad que sería fácil defender con tal de circundarla con una muralla. Vio las colinas de esta ciudad, en parte reminiscentes de las de Roma, y si se planteó erigir, pongamos por caso, un palacio o una iglesia, sabía que la vista desde las ventanas sería verdaderamente pasmosa: sobre toda Asia. Y toda Asia contemplaría las cruces que coronarían esa iglesia. También se le puede imaginar jugueteando con la idea de controlar el acceso de aquellos romanos a los que había dejado tras de sí. Se verían obligados a atravesar Ática para llegar allí, o a navegar alrededor del Peloponeso. «A ése lo dejaré entrar, a ese otro no.» Así pensaba, sin duda, sobre su versión del Paraíso terrenal. ¡Ah, esos sueños selectivos del hombre! Y veía también a Bizancio aclamándole como su protector contra los sasánidas y contra nuestros -suyos y míos, señoras y cama-radas- antepasados de ese lado del Danubio. Y veía a Bizancio besando la cruz.

Lo que no veía es que se las había con Oriente. Emprender guerras contra Oriente -o incluso liberar a Oriente- y vivir en realidad en él son cosas muy diferentes. Pese a todo su carácter griego, Bizancio pertenecía a un mundo con ideas totalmente distintas acerca del valor de la existencia humana en comparación con las que imperaban en Occidente: en Roma, por pagana que ésta pudiera ser. Para Bizancio, Persia, por ejemplo, era mucho más real que Helias, aunque sólo fuese en el sentido militar. Y las diferencias de grado en esta realidad no podían dejar de reflejarse en la perspectiva de esos futuros súbditos de su señor cristiano. Aunque en Atenas un Sócrates pudiera ser juzgado ante un tribunal público y pudiera pronunciar discursos completos -¡tres nada menos!- en su defensa, en Isfahan, por ejemplo, o en Bagdad, este Sócrates hubiera sido simplemente empalado en el acto, o azotado, y así hubiera concluido el asunto. No hubieran existido diálogos platónicos, ni neoplatonismo, ni nada, y verdaderamente no los hubo. Sólo hubiera existido el monólogo del Corán, como en realidad lo hubo. Bizancio era un puente hacia Asia, pero a través de él fluía el tráfico en la dirección opuesta. Desde luego, Bizancio aceptó el cristianismo, pero allí esta fe estaba sentenciada a orientalizarse. También en esto, y no en grado menor, hay la raíz de la subsiguiente hostilidad de la Iglesia de Roma con respecto a la Oriental. Cierto que el cristianismo duró nominal-mente un millar de años en Bizancio, pero qué clase de cristianismo era y qué especie de cristianos eran aquéllos es ya otra cuestión.

Vaya, me temo que voy a decir que todos los escolásticos bizantinos, toda la erudición y el ardor eclesiástico de Bizancio, su cesáreo-papismo, su asertividad teológica y administrativa, todos aquellos triunfos de Focio y sus veinte anatemas… todo ello se debió al complejo de inferioridad del lugar, al patriarcado más joven en pugna con su incoherencia étnica. Lo cual, en el distante extremo en el que yo me encuentro, ha multiplicado su victoria igualizadora y de negros cabellos sobre la increíblemente estridente búsqueda espiritual que tuvo lugar aquí, y la ha reducido a una cuestión de melancólica y, sin embargo, desganada arqueología mental. Y -oh, de nuevo- temo que voy a añadir que por esta razón, y no tan sólo a causa de una memoria mezquina y vengativa, Roma, que por otra parte doctoró la historia de nuestra civilización, borró el milenio bizantino de los registros. Y por esto me encuentro yo aquí, en primer lugar. Y el polvo me tapona las fosas nasales.



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