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La calidad de la realidad siempre induce a buscar un culpable…, para ser más preciso, un chivo expiatorio, cuyos rebaños pastan en los campos mentales de la historia. Sin embargo, hijo de geógrafo, yo creo que Urania es más vieja que Clio; entre las hijas de Mnemosina, pienso que ella es la más vieja. Por lo tanto, nacido junto al Báltico, en el lugar considerado como una ventana hacia Europa, siempre sentí algo así como un interés investido por esta ventana hacia Asia con la que compartíamos un meridiano. Con motivos tal vez menos que suficientes, nos considerábamos como europeos, y por el mismo rasero yo pensaba en los habitantes de Constantinopla como asiáticos. De estos dos supuestos, sólo el primero demostró ser discutible. Debería admitir, quizá, que Oriente y Occidente corresponderían vagamente en mi cabeza al pasado y al futuro.

A menos que uno haya nacido junto al agua -y en el borde de un imperio por añadidura-, rara vez le inquieta esta clase de distinción. Entre todas las personas, alguien como yo debía ser el primero en contemplar a Constantino como el portador de Occidente a Oriente, como alguien a la par con Pedro el Grande: tal como es considerado por la propia Iglesia. Si me hubiera quedado más tiempo en aquel meridiano, lo habría hecho. Sin embargo, no lo hice, ni lo hago.

Para mí, el esfuerzo de Constantino no es sino un episodio en el impulso general de Oriente hacia el oeste, impulso no motivado por la atracción de una parte del mundo respecto a otra, ni por el deseo del pasado de absorber el futuro… aunque a veces y en algunos lugares, y Estambul es uno de ellos, parezca ser así. Esta atracción, me temo, es magnética, evolutiva; tiene que ver, presumiblemente, con la dirección en la que este planeta gira sobre su eje. Adquiere las formas de una fascinación por un credo, de invasiones nómadas, guerras, migración y la circulación del dinero. El puente de Galata no fue el primero construido sobre el Bósforo, como aseguraría su guía turística; el primero fue construido por Darío. Un nómada siempre cabalga hacia la puesta de sol.

O bien nada. El estrecho tiene un kilómetro y medio de anchura, y lo que pudo hacer una «vaca rubia» al huir de las iras de la esposa de Júpiter, seguramente pudo haberlo resuelto también el moreno hijo de las estepas. O Leandro, enfermo de amor, o lord Byron, harto de amor, chapoteando a través de los Dardanelos. ¡El Bósforo! Una más que usada faja de agua, la única prenda de ropa que es propiedad de Urania, por más que Clio se esfuerce en ponérsela. Permanece arrugada y, especialmente en los días grises, nadie diría que ha sido manchada por la historia. Su corriente superficial se lava ante Constantinopla al norte…, y tal vez por esto a aquel mar lo llaman Negro. Después se remueve hasta el fondo y, en forma de una profunda corriente, escapa de nuevo hasta el Mármara-el Mar de Mármol-, presumiblemente para blanquearse. El resultado neto es ese color verde botella polvoriento: el color del propio tiempo. El hijo del Báltico no puede dejar de reconocerlo, no puede librarse de la vieja sensación de que esta sustancia ondulante, nunca inmóvil, chapaleante, es en sí misma el tiempo o lo que el tiempo parecería ser si fuera condensado o fotografiado. Esto es, piensa, lo que separa Europa y Asia. Y el patriota que hay en él desea que el tramo fuese más ancho.



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