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Para todo el que padezca un trastorno respiratorio, nada que hacer aquí… a no ser que alquile un taxi para todo el día. Para el que llega a Estambul procedente de Occidente, la ciudad es notablemente barata. Con el precio convertido en dólares, marcos o francos, hay aquí varias cosas que no cuestan prácticamente nada. Aquellos limpiabotas, por ejemplo, o el té. Es una sensación extraña la de contemplar una actividad humana que no tiene expresión monetaria, pues no puede ser devaluada. Parece una especie de cielo, un mundo de Ur, y es probablemente esta sensación de otro mundo lo que constituye esa célebre «fascinación» de Oriente para el Scrooge procedente del norte.

Ah, ese grito de batalla de la rubia ya grisácea: «¡Qué negocio!» ¿No le parece también gutural este anuncio de ganga, incluso a un oído europeo? Ah, y este «¿Verdad que es bonito, querida?» en un mínimo de tres idiomas europeos, y susurro de unos billetes de banco sin valor bajo el escrutinio de unos ojos oscuros y aprensivos, en otros momentos condenados a la interferencia del televisor y a la voluminosa familia. ¡Ah, esa edad media distribuida en todo el mundo junto a sus repisas de chimenea suburbanas! Y sin embargo, pese a toda su vulgaridad y tosquedad, esta búsqueda es notablemente más inocente, y con mejores consecuencias para los locales, que la de ciertas parisinas charlatanas y presuntuosas, o la del lumpen espiritual fatigado por el yoga, el budismo o Mao, y que ahora excava en las profundidades del Islam «secreto» del Sufí, del Sunni, del Chia, etc. Aquí, desde luego, ningún dinero cambia de manos. Entre el burgués real y el mental, uno se siente más a sus anchas con el primero.



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