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Y lo que Constantino tampoco vio -o, para ser más exactos, no previo- fue que la impresión que le había producido la ubicación geográfica de Bizancio era natural. Que si los potentados orientales echaban también un vistazo al mapa, lógicamente habían de sacar de él la misma impresión. Tal como ocurrió -y más de una vez- con unas funestas consecuencias para la cristiandad. Hasta el siglo VII, la fricción entre Oriente y Occidente en Bizancio fue normal y de tipo militar, un «voy a despellejarte vivo», y se revolvió por la fuerza de las armas, generalmente de modo favorable para Occidente. Y si esto no incrementó la popularidad de la cruz en el este, no dejó de inspirar respeto por ella. Sin embargo, llegado el siglo VII, lo que había ascendido por encima de todo el este y comenzaba a dominarlo era la media luna del Islam. A partir de entonces, los encuentros militares entre Oriente y Occidente, cualquiera que fuera su resultado, dieron como resultado una gradual pero continuada erosión de la cruz y un creciente relativismo de la perspectiva bizantina como consecuencia de un contacto demasiado próximo y excesivamente frecuente entre los dos signos sagrados. (¿Quién sabe si la derrota eventual de la iconoclastia no podría explicarse por un sentido de inadecuación de la cruz como símbolo y por la necesidad de una competición visual con el arte antifigurativo del Islam? ¿Y si fue esta trama arábiga de pesadilla lo que espoleó a Juan Damasceno?

Constantino no previo que el antiindividualismo del Islam consideraría el suelo de Bizancio tan acogedor que, en el siglo IX, el cristianismo se mostraría más que dispuesto a huir hacia el norte. Él, desde luego, habría dicho que no se trataba de una huida, sino más bien de la expansión de la cristiandad que él había soñado, al menos en teoría. Y muchos moverían la cabeza en asentimiento: sí, una expansión. Sin embargo, el cristianismo que, procedente de Bizancio, fue recibido por Rus en el siglo IX ya no tenía nada en común con Roma, puesto que, camino de Rus, el cristianismo dejó detrás de él, no sólo togas y estatuas, sino también el Código Civil de Justiniano. Sin duda, con el objeto de facilitar el viaje.



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