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Un día normal de verano en Estambul, caluroso, polvoriento y sudorífico. Además, es domingo. Un rebaño humano merodea bajo las bóvedas de Santa Sofía. Allí, en lo alto, inaccesibles para la vista, hay mosaicos que representan reyes o bien santos. Más abajo, accesibles para la vista pero no para la mente, hay escudos circulares de aspecto metálico con arabescos que son citas del Profeta en oro sobre esmalte verde oscuro. Camafeos monumentales con caracteres serpenteantes que evocan sombras de Jackson Pollock o Kandinsky. Y ahora advierto una viscosidad: la catedral está sudando. No sólo el suelo, sino también el mármol de las paredes. La piedra está sudando. Me informo, y me dicen que es a causa del brusco aumento de la temperatura. Decido que es a causa de mi presencia y me marcho.



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