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Lo que ocurrió después todo el mundo lo sabe, ya que aparecieron los turcos nadie sabe de dónde. Al parecer, no existe una explicación clara acerca de su procedencia real; evidentemente, estaban muy lejos. Tampoco queda excesivamente claro lo que les llevó hasta las orillas del Bósforo. Los caballos, supongo. Los turcos -los tuyrks para ser más precisos- eran nómadas, así nos lo enseñaron en la escuela. El Bósforo, claro, se convirtió en un obstáculo y allí, de repente, los turcos decidieron no seguir errando, tal como habían venido, y optaron, en cambio, por quedarse. Todo esto parece muy poco convincente, pero vamos a dejarlo tal como nos lo contaron. Lo que ellos querían de Bizancio-Constantinopla-Estambul resulta, al menos, indiscutible: querían estar en Constantinopla, es decir, más o menos lo que deseaba el propio Constantino. Antes del siglo XI, los turcos no habían compartido ningún símbolo. Apareció entonces y, como sabemos, fue la media luna.

En Constantinopla, empero, había cristianos y las iglesias de la ciudad las coronaba la cruz. El idilio de los tuyrks -que gradualmente se convertirían en los turcos- con Bizancio duró aproximadamente tres siglos. La persistencia dio sus frutos, y en el siglo XV la cruz cedió sus cúpulas a la media luna. El resto está bien documentado y no es necesario alargarse al respecto, pero lo que sí vale la pena señalar es la chocante similaridad entre «lo que fue» y «lo que pasó a ser», puesto que el significado de la historia radica en la esencia de las estructuras, y no en las características de la decoración.



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