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Mi deseo de ir a Estambul nunca fue genuino. Ni siquiera estoy seguro de si esta palabra -«deseo»- debiera utilizarse aquí. Por otro lado, difícilmente cabría calificarlo de mero capricho o de anhelo subconsciente. Dejémoslo como deseo, pues, y señalemos que surgió en parte como resultado de una promesa que me hice en 1972, al abandonar mi ciudad natal, la de Leningrado, para siempre… a fin de circunnavegar el mundo deshabitado a lo largo de la latitud y a lo largo de la longitud (es decir, el meridiano de Pulkovo) en las que Leningrado está situado. Hasta el momento, la latitud ha sido más o menos atendida, pero en cuanto a la longitud la situación dista de ser satisfactoria. Estambul, sin embargo, se encuentra a tan sólo un par de grados al oeste de ese meridiano.

El antes citado motivo es sólo marginalmente más imaginativo que la razón seria -y, en realidad, primordial- acerca de la cual algo diré más adelante, o que un puñado de razones secundarias o terciarias, totalmente frívolas, de las que me ocuparé acto seguido, ya que con tales trivialidades hay que emplear aquello del ahora o nunca: (a) fue en esta ciudad donde mi poeta favorito, Constantin Cavafis, pasó tres años trascendentales al cambiar el siglo; (b) por alguna razón, siempre he pensado que allí, en viviendas, tiendas y cafés, encontraría intacta una atmósfera que en la actualidad parece haberse desvanecido por completo en cualquier otro lugar; (c) esperaba oír en Estambul, en los arrabales de la historia, aquel «crujido de un colchón turco al otro lado del mar» que yo creí discernir una noche, hace unos veinte años, en Crimea; (d) quería que alguien se me dirigiera con el título de «effendi»; (e)… Pero temo que el alfabeto no sea lo bastante largo para acomodar todas estas nociones ridículas (aunque tal vez sea mejor que a uno lo mueva precisamente una tontería como ésta, ya que con ello la decepción final resulta mucho más soportable). Por tanto, pasemos a la prometida razón «principal», aunque a muchos pueda parecerles merecedora, en el mejor de los casos, de la (f) en mi catálogo de simplezas.

Esta razón «principal» representa la cima de la fantasía. Guarda relación con el hecho de que hace varios años, mientras hablaba con un amigo mío, un bizantinista americano, se me ocurrió que la cruz que Constantino vio en sueños la víspera de su victoria sobre Maxencio -la cruz que ostentaba la leyenda «Con este signo vencerás»- no era en realidad una cruz cristiana, sino urbana, el elemento básico de cualquier asentamiento romano. Según Eusebio y otros, Constantino, inspirado por esta visión, partió inmediatamente hacia Oriente. Primero en Troya y después, tras abandonar bruscamente Troya, en Bizancio, fundó la nueva capital del Imperio Romano, es decir, la Segunda Roma. Las consecuencias de este gesto suyo fueron tan impresionantes que, tuviera yo razón o no, sentía el anhelo de ver ese lugar. Al fin y al cabo, yo había pasado treinta y dos años en lo que se conoce como la Tercera Roma, y alrededor de un año y medio en la Primera. Por consiguiente, necesitaba la Segunda, aunque sólo fuera para mi colección.

Pero vamos a tratar todo esto de una manera ordenada, hasta allí donde sea factible.



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