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La ventaja del aislamiento de la Iglesia de Roma radica, por encima de todo, en los beneficios naturales derivables de cualquier forma de autonomía. No había casi nada ni nadie, con la excepción de la propia Iglesia de Roma, que impidiera su evolución en un sistema definido y fijo. Y esto fue, precisamente, lo que tuvo lugar. La combinación de la ley romana, reconocida con mayor seriedad en Roma que en Bizancio, y la lógica específica del desarrollo interno de la Iglesia romana evolucionó hacia el sistema épico-político que constituye el núcleo de la llamada concepción occidental del estado y del ser individual. Como casi todos los divorcios, el que se produjo entre Bizancio y Roma no fue ni mucho menos total, pues gran parte de la propiedad se mantuvo compartida. Pero en general cabe insistir en que este concepto occidental trazó a su alrededor una especie de círculo que Oriente, en un sentido puramente conceptual, jamás atravesó, y dentro de cuyos amplios límites se elaboró lo que denominamos o entendemos como cristianismo occidental y la visión mundial que éste implica.

El inconveniente de cualquier sistema, incluso del más perfecto, es que es un sistema, o sea que por definición debe excluir ciertas cosas, contemplarlas como ajenas a él, y tanto como sea posible relegarlas a la categoría de lo inexistente. El inconveniente del sistema que fue elaborado en Roma -el inconveniente del cristianismo occidental- fue la inconsciente reducción de sus reducciones del mal. Cualquier noción acerca de cualquier cosa se basa en la experiencia. Para el cristianismo occidental, la experiencia del mal era la experiencia reflejada en la ley romana, con el aditamento de un conocimiento de primera mano de la persecución de los cristianos por los emperadores anteriores a Constantino. Es mucho, desde luego, pero dista mucho de agotar la realidad del mal. Al divorciarse de Bizancio, el cristianismo occidental relegó a Oriente a la inexistencia, y con ello redujo su propia noción del potencial negativo humano hasta un grado considerable, y tal vez peligroso.

Hoy, si un joven trepa a la torre de una universidad con un fusil automático y empieza a tirotear a los transeúntes, un juez -ello suponiendo, claro está, que el joven haya sido desarmado y comparezca ante un tribunal- lo clasificará como víctima de un trastorno mental y lo recluirá en una institución para enfermos mentales. Y sin embargo, en esencia, la conducta de ese joven no puede distinguirse de la castración del hermanastro real tal como la relata Psellos. Ni tampoco puede diferenciarse de la matanza efectuada por el imán iraní con decenas de miles de sus súbditos, a fin de confirmar su versión de la voluntad del Profeta. O de la máxima de Dzugashvili, enunciada durante el Gran Terror, de que «con nosotros, nadie es insustituible». El denominador común de todos estos hechos es la noción antiindividualista de que la vida humana equivale esencialmente a nada, es decir, la ausencia de la idea de que la vida humana es sagrada, aunque sólo sea porque cada vida es única.

Lejos de mí afirmar que la ausencia de este concepto es un fenómeno puramente oriental; no lo es, y esto es lo que ciertamente resulta inquietante. Pero el cristianismo occidental, además de desarrollar todas sus ideas subsiguientes acerca del mundo, la ley, el orden, las normas de la conducta humana, y así sucesivamente, cometió el error imperdonable de negligir, en aras de su propio crecimiento y eventual triunfo, la experiencia aportada por Bizancio. Después de todo, eso era un atajo. De ahí todos esos sucesos hoy ya cotidianos que tanto nos sorprenden; de ahí esa incapacidad, por parte de estados e individuos, en cuanto a reaccionar adecuadamente ante ellos, lo cual se revela en su costumbre de apodar los fenómenos antes citados como enfermedad mental o fanatismo religioso, y con otros tantos nombres.



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