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¡Polvo! ¡Esa sustancia extraña, que se proyecta contra el rostro! Merece atención y no se la debería ocultar detrás de la palabra «polvo». ¿Es tan sólo suciedad en movimiento, incapaz de encontrar su propio lugar, pero que constituye la quintaesencia de esta parte del mundo? ¿O es la tierra que pugna por alzarse en el aire, desprendiéndose de sí misma, como la mente del cuerpo, como el cuerpo que se ablanda bajo el calor? La lluvia delata la naturaleza de su sustancia cuando regueros pardos o negruzcos de ella serpentean bajo los pies, pisoteados entre las piedras y deslizándose a lo largo de las arterias ondulantes de ese kulak primitivo y, con todo, incapaces de acumularse lo bastante como para formar charcos, debido a las salpicaduras de las ruedas incontables, numéricamente superiores a las caras de los habitantes, que arrastran esta sustancia, al son de las estridentes bocinas, a través de los puentes hacia Asia, Anatolia y Jonia, hasta Trebisonda y Esmirna.

Como en todo el Oriente, hay aquí gran número de limpiabotas de todas las edades, con sus exquisitas cajas revestidas de latón que contienen su equipo de cremas para el calzado en redondas cajitas metálicas con tapas en forma de cúpula. Como pequeñas mezquitas sin los minaretes. La ubicuidad de la profesión la explica la suciedad, ese polvo que cubre un zapato reluciente, que sólo cinco minutos antes parecía reflejar todo el universo, con un polvillo gris e impenetrable. Como todos los limpiabotas, esos hombres son grandes filósofos. Por esta razón, no es tan importante que uno sepa el turco.



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