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Hijo de su época -es decir, el siglo IV a. C. o, mejor, d. V. (después de Virgilio)-, Constantino, hombre de acción, aunque sólo se debiera al hecho de ser el emperador, podría considerarse a sí mismo, no sólo como la encarnación, sino también como el instrumento del principio lineal de la existencia. Bizancio era para él, y no sólo en el sentido literal sino también en el simbólico, una cruz, una intersección de rutas comerciales, caminos de caravanas, etc., tanto de este a oeste como de norte a sur. Por sí solo, esto pudo haber concentrado la atención en el lugar que había dado al mundo algo que en todas las lenguas significa lo mismo: dinero.

No cabe duda de que el dinero interesaba, y mucho, a Constantino. Si éste alcanzó un nivel de grandeza, con toda la probabilidad fue en el aspecto financiero. Alumno de Diocleciano, aunque no consiguiera aprender de su tutor el arte de delegar la autoridad, no dejó de sobresalir en un arte no menos importante, ya que, para utilizar el término moderno, estabilizó la moneda. El solidus romano, introducido durante su reinado, desempeñó el papel de nuestro dólar a lo largo de más de siete siglos. En este sentido, la transferencia de capital a Bizancio era un movimiento desde el banco hacia la fábrica de moneda.

Quizás habría que tener en cuenta que la filantropía de la Iglesia cristiana en aquellos tiempos consistía, si no en una alternativa respecto a la economía estatal, sí al menos en un recurso para una parte considerable de la población, los desposeídos. En gran parte, la popularidad del cristianismo no se basaba tanto en la idea de la igualdad de las almas ante el Señor, como en los frutos tangibles -para los desposeídos- de un sistema organizado de ayuda mutua. Era, a su manera, una combinación de cupones de racionamiento y de Cruz Roja. Ni el neoplatonismo ni el culto de Isis habían organizado nada semejante. En ello, para hablar con franqueza, radicó su error. Cabe reflexionar prolongadamente acerca de lo que ocurría en el corazón y la mente de Constantino con respecto a la fe cristiana, pero como emperador no podía dejar de apreciar la efectividad organizativa y económica de esta Iglesia en particular. Además, la transferencia del capital a los lindes extremos del Imperio transforma tales lindes en el centro, como si dijéramos, e implica un espacio igualmente extenso al otro lado. Sobre el mapa, esto equivale a la India, objeto de todos los sueños imperiales que conocemos, antes y después del nacimiento de Cristo.



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