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Hoy tengo cuarenta y cinco años. Estoy sentado, desnudo hasta la cintura, en el Lykabettos Hotel de Atenas, bañado en sudor y absorbiendo grandes cantidades de Coca-Cola. En esta ciudad, no conozco ni una sola alma. Al anochecer, cuando salí en busca de un lugar donde cenar, me encontré en lo más denso de una muchedumbre excitada que gritaba algo ininteligible. Por lo que he podido saber, las elecciones son inminentes. Avanzaba como podía a lo largo de una interminable calle principal bloqueada por gente y vehículos, con las bocinas de los coches atronando en mis oídos, sin comprender una sola palabra, y de pronto se me ocurrió que esto es, esencialmente, la vida posterior…, que la vida había concluido pero el movimiento todavía continuaba; que en esto consiste la eternidad.

Hace cuarenta y cinco años, mi madre me dio la vida. Ella murió hace dos años. El año pasado murió mi padre. Yo, su hijo único, camino al anochecer por las calles de Atenas, unas calles que ellos nunca vieron y nunca verán. Fruto de su amor, su pobreza, su esclavitud en la que vivieron y murieron… su hijo camina en libertad. Puesto que no tropieza con ellos entre la multitud, comprende que está equivocado, que esto no es la eternidad.



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