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Las civilizaciones se mueven a lo largo de meridianos, y los nómadas (incluidos nuestros guerreros modernos, puesto que la guerra es un eco del instinto nómada) a lo largo de latitudes. Esto parece ser otra versión más de la cruz que vio Constantino. Ambos movimientos poseen una lógica natural (vegetal o animal), según la cual uno se encuentra fácilmente en la situación de ser incapaz de reprocharle nada a cualquiera. En el estado conocido como melancolía… o, para ser más exactos, fatalismo. Esto puede achacarse a la edad, o a la influencia de Oriente o, con un esfuerzo de la imaginación, a la humildad cristiana.

Las ventajas de esta condición son obvias, puesto que son interesadas, ya que, como todas las formas de humildad, siempre se logra a expensas de la muda impotencia de las víctimas de la historia, pasada, presente y futura; es un eco de la impotencia de millones. Y si uno no se encuentra en una época en la que pueda desenvainar una espada o trepar a una plataforma para rugir, ante un mar de cabezas, hasta qué punto detesta el pasado, el presente y el porvenir; si no existe esta plataforma o el mar se ha secado, siempre le quedan a uno la cara y los labios, que pueden acomodarse a su leve sonrisa despreciativa, provocada por la vista que se abre a la vez ante su ojo interior y su ojo al descubierto.



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