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Lo que hacía que mi fábrica fuese diferente de mi escuela no era lo que yo pudiera hacer dentro, ni lo que hubiera podido pensar en los respectivos períodos, sino el aspecto de las fachadas, las cosas que yo veía camino de clase o camino del taller. En último análisis, el aspecto lo es todo. Millones y millones tienen el mismo sino idiota. La existencia como tal, monótona de por sí, ha quedado reducida, por el estado centralizado, a una uniforme rigidez. Lo que quedaba por observar eran rostros, el tiempo que hacía, los edificios, y también la lengua que usaba la gente.

Tenía un tío que pertenecía al Partido y que, según he podido comprobar después, era un ingeniero extraordinariamente apto. Durante la guerra construyó refugios para protegerse contra las bombas los Genossen del Partido; antes y después de la misma, construyó puentes. Unos y otros siguen en pie. Mi padre siempre se burlaba de él cuando se peleaba con mi madre por cuestiones de dinero, debido a que ella ponía a su hermano ingeniero como ejemplo de situación sólida y estable, mientras que yo lo despreciaba de una manera más o menos automática. Con todo, poseía una magnífica biblioteca. No leía mucho, supongo, pero entre la clase media soviética era, y sigue siendo, señal de buen tono suscribirse a nuevas ediciones de enciclopedias, clásicos y libros por el estilo. Yo le tenía una envidia loca. Recuerdo que una vez, de pie detrás de su asiento, mientras le escrutaba el cogote, iba pensando que, si lo mataba, todos sus libros pasarían a ser de mi propiedad, puesto que entonces el hombre era soltero y no tenía hijos. Solía sustraerle libros, que cogía de los estantes e incluso llegué a hacerme una llave de un gran armario acristalado, detrás de cuya puerta había cuatro volúmenes de una edición prerrevolucionaria de Hombre y mujer.

Se trataba de una enciclopedia profusamente ilustrada, de la que sigo considerándome deudor por mis conocimientos básicos acerca de cómo sabe el fruto prohibido. Si, en general, la pornografía consiste en un objeto inanimado causante de una erección, valdrá la pena subrayar que, en el ambiente puritano de la Rusia de Stalin, uno podía excitarse con la absolutamente inocente pintura perteneciente al realismo socialista y titulada Admisión en el Komsomol, profusamente reproducida y que decoraba casi todas las aulas. Entre los personajes que aparecían en la pintura figuraba una joven rubia, sentada en una silla con las piernas cruzadas de tal modo que dejaba ver seis o siete centímetros del muslo. No era tanto el trozo de muslo como su contraste con el vestido marrón oscuro que llevaba lo que me enloquecía y me perseguía en sueños.

Fue entonces cuando aprendí a desconfiar de todo el jaleo en torno al subconsciente. Creo que nunca he soñado a base de símbolos, puesto que he visto siempre la cosa en sí: pechos, caderas, ropa interior de mujer. En cuanto a esta última, tenía un extraño sentido para nosotros, los chicos, en aquel tiempo. Recuerdo que, durante una clase, uno de nosotros fue a rastras por debajo de las hileras de bancos hasta el pupitre de la maestra con un único propósito: mirar por debajo de su vestido para ver de qué color llevaba las bragas aquel día. Terminada la expedición, anunció con un dramático murmullo al resto de la clase: «Lila».

En resumen, nuestras fantasías nos inquietaban muy poco, porque teníamos demasiadas realidades que asumir. He dicho en otra parte que los rusos -o, por lo menos, mi generación- no recurrían nunca al psiquiatra. En primer lugar, hay pocos y, por otro lado, la psiquiatría es propiedad del estado. Uno sabe que un historial psiquiátrico no es cosa envidiable y que, en el momento más impensado, se puede volver contra uno, pero sea por la razón que fuera, acostumbrábamos resolvernos los problemas y vigilar lo que ocurría en nuestra cabeza sin ayuda ajena. El totalitarismo tiene la ventaja de que indica al individuo una especie de jerarquía vertical propia, con la conciencia situada en el nivel más alto. Estudiamos lo que ocurre dentro de nosotros, hacemos una especie de informe a nuestra conciencia sobre nuestros instintos y nos castigamos nosotros mismos. Cuando nos damos cuenta de que el castigo no es proporcional a la altura del cerdo que hemos descubierto dentro de nosotros, recurrimos al alcohol y perdemos el sentido con la bebida.

Yo considero eficiente ese sistema, aparte de que cuesta menos dinero. No es que piense que la represión es mejor que la libertad, sino que creo simplemente que el mecanismo de la represión es tan innato en la psique humana como el mecanismo de la liberación. Además, considerarse un cerdo demuestra mayor humildad y, al fin y al cabo, es más exacto que considerarse un ángel caído. Tengo motivos sobrados para pensarlo porque, en el país donde pasé treinta y dos años de mi vida, el adulterio y la asistencia a las salas de cine constituyen las únicas formas de empresa libre. Además del Arte.

Pese a todo, me sentía patriótico. Era el patriotismo normal en un niño, un patriotismo con un intenso perfume militar. Admiraba los aeroplanos y los barcos de guerra y para mí no había nada más hermoso que la bandera amarilla y azul de las fuerzas aéreas, que parecía el casquete de un paracaídas abierto, con una hélice en el centro. Me gustaban los aviones y hasta hace muy poco tiempo he seguido muy de cerca los avances de la aviación, pero al llegar los cohetes perdí el interés y el amor se convirtió en nostalgia de las turbohélices. (Sé que no soy el único: mi hijo de nueve años dijo una vez que, cuando fuera mayor, destruiría todos los turborreactores y volvería a introducir los biplanos.) En cuanto a la marina, como digno hijo de mi padre, a los catorce años solicité la admisión en la academia de submarinismo. Aprobé todos los exámenes pero, debido al párrafo quinto -la nacionalidad-, no fui admitido, y aquel amor irracional que sentía por el abrigo de marino, con su doble hilera de botones dorados, igual que una calle de noche iluminada por los faroles, no fue correspondido.

Me temo que los aspectos visuales de la vida siempre han tenido para mí más peso que el contenido. Por ejemplo, me enamoré de una fotografía de Samuel Beckett mucho antes de leer una sola línea de sus escritos. En lo tocante a lo militar, las cárceles me ahorraron el servicio, por lo que mi amor por los uniformes no pasaría nunca de ser platónico. Desde mi punto de vista, la cárcel es mucho mejor que el ejército. En primer lugar, en la cárcel no hay nadie que te enseñe que hay que odiar a un distante y «potencial» enemigo. El enemigo que tienes en la cárcel no es ninguna abstracción, sino que es concreto y palpable. Mejor dicho, tú eres siempre palpable para tu enemigo. Tal vez «enemigo» sea una palabra demasiado fuerte. En la cárcel se enfrenta uno a un concepto sumamente domesticado de lo que es un enemigo, lo que convierte todo el asunto en algo terrenal y mortal. Después de todo, mis guardianes o mis vecinos no se diferenciaban en nada de mis maestros ni de aquellos trabajadores que me humillaron durante mi aprendizaje en la fábrica.

Mi odio era centro de gravedad; dicho en otras palabras, no se dispersaba en capitalismos extranjeros de parte alguna. No era odio siquiera. El maldito rasgo de comprensión que me hacía perdonar a todo el mundo, y que había nacido cuando yo estaba en la escuela, había florecido plenamente en la cárcel. No creo que odiara siquiera a los agentes de la KGB encargados de interrogarme: generalmente los absolvía (es un inútil, tiene una familia que alimentar, etc.). A los únicos que no justificaba en absoluto era a los que llevaban el país, posiblemente porque no había tenido nunca contacto con ellos. En lo que se refiere a enemigos, el más inmediato en una celda es la falta de espacio. La fórmula de toda cárcel es una falta de espacio equilibrada con un exceso de tiempo. Esto es lo que te inquieta realmente, lo que te sientes incapaz de superar. La cárcel es una ausencia de alternativas y la predictibilidad telescópica del futuro es lo que enloquece a quien la sufre. Pese a todo, sigue siendo infinitamente mejor que la solemnidad con que el ejército ataca a la gente situada al otro extremo del globo, o más cerca.

El servicio en el ejército soviético dura de tres a cuatro años y nunca me he encontrado a nadie cuya psique no hubiera quedado mutilada como resultado de la camisa de fuerza mental impuesta por la obediencia, a excepción, quizá, de los músicos que tocan en las bandas militares y de dos conocidos lejanos que se pegaron un tiro en 1956, en Hungría, donde desempeñaban la función de jefes de tanque. Es el ejército el que acaba haciendo de ti un ciudadano; sin él todavía te queda la posibilidad, por remota que sea, de seguir siendo un ser humano. Si hay razones para que me enorgullezca de mi pasado se basan en que me convertí en presidiario, no en soldado. Si me perdí la jerga militar -que era lo que más me preocupaba-, fui generosamente reembolsado con el argot criminal.

Con todo, los barcos de guerra y los aviones eran bellos y cada año su número iba en aumento. En 1945, las calles se llenaron de camiones y jeeps «Studebekker» con una estrella blanca en las puertas y en el capó: material americano que habíamos obtenido en préstamo y arriendo. En 1972 vendíamos urbi et orbi este tipo de cosas. Si durante este período el nivel de vida aumentó de un 15 a un 20 por ciento, el aumento en la producción de armas podría expresarse en decenas de millares por ciento, aumento que seguirá creciendo, puesto que es la única cosa real que tenemos en ese país, el único campo tangible para avanzar, y también porque la extorsión militar, es decir, el aumento constante en la producción de armamento, perfectamente tolerable dentro del marco totalitario, puede debilitar la economía de cualquier adversario democrático que trate de mantener un equilibrio. La acumulación militar no es ninguna locura, sino que es la mejor arma de que uno dispone para condicionar la economía del adversario, cosa de la que se han dado perfecta cuenta en el Kremlin. Cualquiera que tuviera como objetivo el dominio del mundo haría lo mismo. Las alternativas son impracticables (competición de tipo económico) o demasiado alarmantes (el uso real de dispositivos militares).

Por otra parte, el ejército corresponde a la idea que un campesino se hace del orden. No hay nada tan tranquilizador para un hombre medio como la imagen de los soldados desfilando ante los miembros del Politburó, de pie en lo alto del Mausoleo. Supongo que nunca le ha pasado por la cabeza a nadie que hay un cierto matiz de blasfemia en eso de permanecer de pie sobre la tumba de una reliquia sagrada. La idea, supongo, es la de un continuum, y lo triste de esas figuras que están en lo alto del Mausoleo es que realmente se unen a la momia en el desafío del tiempo. O se las ve en vivo por televisión o en fotografías de mala calidad, reproducidas por millones, en los periódicos oficiales. Como los antiguos romanos, que se relacionaban con el centro del Imperio haciendo que la vía principal de sus colonias discurriera siempre de norte a sur, los rusos mantienen la estabilidad y el carácter previsible de su existencia a través de estas fotografías.

Cuando trabajaba en la fábrica, almorzábamos en el patio; unos se sentaban y desenvolvían los bocadillos, otros fumaban o jugaban a voleibol. Había allí un pequeño parterre de flores, rodeado por una valla de madera de tipo corriente: una hilera de palos de medio metro de altura, separados por espacios de cinco centímetros y unidos por un listón del mismo material, todo pintado de verde. La valla estaba cubierta de polvo y hollín, al igual que las flores encogidas y marchitas del parterre cuadrado. Dondequiera que uno fuera dentro de aquel imperio, encontraría siempre aquella misma valla. Está prefabricada, pero, aun en el caso de que la gente tuviera que construirla con sus manos, también seguiría el modelo prescrito. Cierta vez fui al Asia Central, a Samarcanda, donde me sentí enardecido por las cúpulas turquesa y los enigmáticos ornamentos de las madrasas y los minaretes. Todo estaba allí, pero de pronto vi aquella valla, con su ritmo idiota, y sentí que mi corazón se encogía y que el Oriente se desvanecía. La reiteración a pequeña escala, como si de un peine se tratara, de aquellos finos palitos aniquiló inmediatamente el espacio -al igual que el tiempo- existente entre el patio de la fábrica y la antigua sede de Kubilai Jan.

No hay nada más alejado de esos palos que la naturaleza, cuyo verdor imitan estúpidamente con su pintura. Esos palitos, el hierro gubernamental de las barandillas, el caqui inevitable de los uniformes militares en todas las multitudes que pasan por todas las calles de todas las ciudades, las eternas fotografías de las fundiciones de acero en todos los periódicos de la mañana y el eterno Chaikovski por la radio son cosas que enloquecerían a cualquiera si no aprendiera los mecanismos de desconexión. En la televisión soviética no hay publicidad, hay fotografías de Lenin o las llamadas foto-estudio de la «primavera», el «otoño», etc., en los intervalos entre programas, aparte del burbujeo de una música «ligera» que no tiene compositor y que es producto del propio amplificador.

En aquel tiempo no sabía todavía que todo esto era fruto de la edad de la razón y del progreso, de la era de la producción masiva, y lo atribuía al estado y en parte a la propia nación, tenidos por algo que no exige imaginación. De todos modos, creo que no estaba del todo equivocado. ¿No debería ser más fácil ejercer y distribuir la cultura en un estado centralizado? Teóricamente, un gobernante tiene más acceso a la perfección (que en cualquier caso reclama) que un diputado. Rousseau defendía ese punto de vista. ¡Lástima que no hubiera trabajado en Rusia! Ese país, con su lengua magníficamente declinada, capaz de expresar los matices más sutiles de la psique humana, con una increíble sensibilidad ética (fruto positivo de su historia, por otra parte trágica), tenía todos los ingredientes de un paraíso cultural y espiritual, un auténtico receptáculo de civilización. En lugar de ello, se ha convertido en un infierno de monotonía, con un dogma materialista y ruin y de patéticos aspirantes a consumidores.

Sin embargo, mi generación se libró en cierto modo de ese tipo de cosas. Nosotros salimos de debajo de los escombros de la posguerra cuando el estado estaba demasiado atareado, poniéndose parches en la piel, para ocuparse de nosotros. Ingresamos en la escuela y, por muy excelsa que quisiera ser la basura que allí se nos enseñaba, el sufrimiento y la pobreza eran visibles a nuestro alrededor. No se puede tapar la ruina con una página de Pravda. Las ventanas vacías nos miraban, atónitas, como órbitas de cráneos y, pese a ser unos niños, palpábamos la tragedia. Ciertamente que no podíamos establecer una relación entre nosotros y las ruinas, pero no era necesario: eran lo bastante evidentes como para cortarnos la risa. Después reanudaríamos las risas, de manera absolutamente estúpida…, y todavía habría otra reanudación. En aquellos años de posguerra sentíamos una extraña intensidad en el aire, algo inmaterial, casi fantasmal. Éramos jóvenes, éramos niños. Disponíamos de muy pocas cosas, pero como no habíamos conocido nada más, no nos importaba. Las bicicletas eran viejas, databan de antes de la guerra, y si alguno tenía una pelota de fútbol era considerado un burgués. Las chaquetas y la ropa interior que llevábamos habían sido confeccionadas por nuestras madres con los uniformes y los calzoncillos remendados de nuestros padres: mutis de Sigmund Freud. Debido a esto, no conocíamos el sentido de la posesión. Y las cosas que poseímos después estaban mal hechas y eran feas. En cierto modo, preferíamos las ideas de las cosas a las cosas mismas, pese a que no nos gustaba lo que veíamos en el espejo cuando nos mirábamos en él.

No tuvimos nunca una habitación propia para atraer hasta ella a las chicas, y las chicas con las que íbamos tampoco tenían habitación propia. Nuestras relaciones amorosas se reducían principalmente a pasear o a hablar; tendríamos que pagar una suma astronómica si nos cobraran los kilómetros recorridos. Viejos almacenes, terraplenes junto al río en los barrios industriales, bancos desapacibles en húmedos parques, frías entradas de edificios oficiales… éste fue el telón de fondo habitual de nuestros primeros arrobamientos neumáticos. No tuvimos nunca lo que se ha dado en llamar «estímulos materiales». En cuanto a los ideológicos, habrían sido cosa de risa hasta para niños de parvulario. Si alguien se vendía, no era para comprar cosas o comodidades, puesto que no las había, sino que se vendía obedeciendo a un deseo íntimo y esto era algo que sabía. No había mercancías y la demanda era total.

Si tomábamos opciones éticas, no estaban basadas tanto en la realidad inmediata como en unas normas morales derivadas de la literatura. Éramos ávidos lectores y establecíamos una dependencia con lo que leíamos. Los libros, tal vez por su elemento formal de irrevocabilidad, ejercían sobre nosotros un poder absoluto. Dickens era más real que Stalin o que Beria. Más que ninguna otra cosa, las novelas afectaban nuestras formas de conducta y nuestras conversaciones, aparte de que el noventa por ciento de nuestras conversaciones giraban alrededor de novelas. Había acabado por convertirse en un círculo vicioso, pero no queríamos salir de él.

En lo tocante a su ética, esta generación se cuenta entre las más librescas de la historia de Rusia y hay que dar gracias a Dios por ello. Podía romperse una relación para siempre como resultado de unas preferencias por Hemingway sobre Faulkner. La jerarquía de ese panteón era nuestro verdadero Comité Central. Empezó como una acumulación corriente de conocimientos, pero muy pronto pasó a convertirse en nuestra ocupación más importante, a la que podía sacrificarse cualquier cosa. Los libros se convirtieron en la primera y única realidad, en tanto que la realidad era vista como una necedad o como un fastidio. Comparados con otros, estábamos malgastando o torciendo nuestras vidas de manera ostensible, pero habíamos llegado a la conclusión de que la existencia que ignora las normas planteadas en la literatura es inferior e indigna del esfuerzo de vivirla. Así es que nosotros pensábamos y yo pienso que estábamos en lo cierto.
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