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Fuese lo que fuese -una mentira, la verdad o, más probablemente, su combinación- lo que me empujó a tomar esa decisión, le estoy inmensamente agradecido por lo que al parecer fue mi primer acto libre. Fue un acto instintivo, una salida, y en él tuvo muy poco que ver la razón. Lo sé porque, desde entonces, y con frecuencia creciente, he hecho otras salidas. Y no necesariamente por aburrimiento o por haber advertido el hueco de la trampa, ya que he salido de situaciones perfectas con no menor frecuencia que de situaciones temibles. Por modesto que sea el lugar que uno ocupe, si tiene el más mínimo sello de decencia, puedes estar seguro de que un día aparecerá alguien que lo reclamará para él o, lo que es peor, te insinuará que debes compartirlo con él. En casos como éste, uno lucha por el puesto o lo abandona. Yo estoy por lo último, y no porque no pueda luchar, sino más bien por una absoluta aversión contra mí, pues arreglárselas para quedarse con algo que atrae a los demás denota una cierta vulgaridad en la elección. Poco importa que uno haya llegado antes, porque esto todavía empeora las cosas, puesto que los que sigan tendrán siempre un apetito más fuerte que el tuyo, en parte satisfecho.

Posteriormente, a menudo lamenté la decisión, sobre todo cuando vi que mis antiguos compañeros se situaban tan bien dentro del sistema. Sin embargo, yo sabía algo que ellos desconocían. En realidad, también yo me había situado bien, aunque en dirección opuesta, a lo largo de la cual había recorrido un tramo más largo. Una cosa de la que estoy especialmente complacido es de que logré atrapar a la «clase trabajadora» en su estadio auténticamente proletario, antes de que iniciara su conversión a la clase media a finales de los años cincuenta. Era un verdadero «proletariat» aquel que yo conocí en la fábrica donde, a los quince años, comencé a trabajar como fresador. Marx lo habría reconocido al instante. Ellos -o, mejor dicho, «nosotros»- vivían en apartamentos comunitarios, cuatro o más personas en una misma habitación, a menudo pertenecientes a tres generaciones distintas, durmiendo por turnos, bebiendo como tiburones, armando camorra entre ellos o con los vecinos en la cocina comunitaria, o en la cola matinal delante del retrete igualmente comunitario, pegando a sus mujeres con agónica determinación, llorando sin recato cuando Stalin cayó muerto, o en el cine, y jurando con tanta frecuencia que hasta una palabra normal como «aeroplano» le sonaba a un viandante casual como algo elaboradamente obsceno…, transformándose en un océano gris e indiferente de cabezas o en un bosque de manos alzadas en las asambleas públicas en favor de este o aquel Egipto.

La fábrica era toda de ladrillo, enorme, salida directamente de la revolución industrial. Había sido construida a finales del siglo diecinueve y la población de «Peter» se refería a ella con el nombre de «el Arsenal», pues la fábrica producía cañones. En la época en que trabajé en ella también producía maquinaria agrícola y compresores de aire. Sin embargo, de acuerdo con los siete velos del secreto que cubre en Rusia casi todas las cosas que tienen que ver con la industria pesada, la fábrica tenía su nombre cifrado: Apartado de Correos 671. Pienso, de todos modos, que el secreto había sido impuesto no tanto para burlar algún servicio secreto extranjero como para mantener un cierto tipo de disciplina paramilitar, único procedimiento para garantizar una estabilidad en la producción. En cualquiera de los dos casos, el fracaso era evidente.

La maquinaria era obsoleta: el noventa por ciento de la misma había sido retirada de Alemania en concepto de reparaciones después de la segunda guerra mundial. Recuerdo aquel zoo de hierro fundido, poblado de criaturas exóticas que llevaban los nombres de Cincinnati, Karlton, Fritz Werner y Siemens amp; Schuckert. La planificación era odiosa; de vez en cuando, un pedido urgente, que imponía la producción de algo determinado, trastocaba los vacilantes intentos de uno para restablecer un ritmo de trabajo cualquiera, un procedimiento. Hacia el final del trimestre (es decir, cada tres meses), cuando el plan se había quedado en agua de borrajas, la administración dejaba oír el grito de guerra que movilizaba todas las manos en un solo trabajo y el plan quedaba sometido a un ataque masivo. Cuando algo se estropeaba, como no había piezas de repuesto, se llamaba a una cuadrilla de chapuceros, generalmente medio borrachos, para que ejercitaran sus dotes mágicas. El metal llegaría lleno de cráteres, y prácticamente todos tendrían resaca el lunes, ello sin hablar de las mañanas después del día de la paga.

La producción declinaba verticalmente el día después de una derrota del equipo de fútbol de la ciudad o de la nación. Nadie trabajaba y todos se dedicaban a discutir las incidencias del partido o las relativas a los jugadores, puesto que además de los complejos de una nación superior a las demás, Rusia posee el gran complejo de inferioridad de un país pequeño, resultado en parte de la centralización de la vida nacional. De aquí la bobería de signo positivo y «vital» de los periódicos oficiales y de la radio incluso cuando tienen que dar la noticia de un terremoto: nunca se informa acerca de las víctimas, sino que únicamente se entonan alabanzas a las demás ciudades y repúblicas, que han dispensado sus fraternales cuidados proporcionando tiendas y sacos de dormir a la zona afectada. O bien, en el caso de una epidemia de cólera, es muy posible que uno sólo se entere de ella a través de los últimos éxitos de nuestra maravillosa medicina, confirmados con la invención de una nueva vacuna.

Todo habría sido absurdo a no ser por aquellas mañanas a primerísima hora cuando, después de engullir el desayuno a base de té solo, salía corriendo para atrapar el tranvía y, sumándome -un grano de uva más- al montón gris oscuro de racimos humanos que colgaban del estribo, navegaba a través de la ciudad entre rosada y azul, como una acuarela, hasta la perrera de madera que hacía las veces de entrada de la fábrica. Había allí dos guardias que revisaban nuestras credenciales y la fachada estaba decorada con pilastras clásicas revestidas. He tenido ocasión de observar que las entradas de las cárceles, manicomios y campos de concentración están construidas en ese mismo estilo: todas tienen su toque de clasicismo o sus pórticos barrocos. Cual si fueran un eco. Ya en el taller, se entremezclaban bajo el techo matices de gris y las mangueras neumáticas silbaban suavemente en el suelo entre charcos de fuel que centelleaban con todos los colores del arco iris. A las diez, aquella jungla de metal estaba en todo su apogeo, gritando y rugiendo, mientras el cañón de acero de una supuesta ametralladora antiaérea se cernía en el aire como el cuello descoyuntado de una jirafa.

Siempre he envidiado a aquellos personajes del siglo diecinueve que eran capaces de volver la vista atrás y distinguir los hitos que marcaban sus vidas, su desarrollo. Había hechos que marcaban un punto de transición, un estadio diferente. Estoy hablando de escritores, pero en lo que realmente estoy pensando es en la capacidad de ciertas personas para racionalizar sus vidas, para ver las cosas por separado, si no con claridad. Y entiendo que este fenómeno no debería quedar limitado al siglo diecinueve, pese a que en mi vida haya sido representado principalmente por la literatura. Ya sea por algún defecto básico de mi mente, ya sea por la naturaleza fluida y amorfa de la vida misma, nunca he sido capaz de distinguir ningún hito, mucho menos una boya. Si hay algo que se parezca a un hito, este algo no sabré reconocerlo; me estoy refiriendo a la muerte. En cierto aspecto, en la infancia no hubo nada que se pareciera a esto. A mí esas categorías -infancia, edad adulta, madurez- me parecen muy extrañas y si a veces las empleo en la conversación, las miro siempre mudo cuando se refieren a mí, y las veo como si fueran prestadas.

Supongo que siempre hubo alguna parte de mi «yo» dentro de aquel caparazón, pequeño primero y más grande después, alrededor del cual ocurría «todo». Dentro de ese caparazón, la entidad a la que se da el nombre de «yo» no cambió nunca, ni tampoco dejó de observar lo que ocurría fuera. No quiero dar a entender con estas palabras que dentro encerrara perlas, sino que lo que pretendo decir es que el paso del tiempo no afecta mucho la entidad a la que he hecho referencia. Obtener una calificación baja, hacer funcionar una fresadora, ser derrotado en un interrogatorio o dar una conferencia sobre Calimaco ante una clase son cosas que esencialmente vienen a ser lo mismo. Esto es lo que hace que uno se sienta un tanto asombrado cuando crece y se encuentra haciendo aquellas cosas que se supone deben hacer las personas adultas. La contrariedad que siente un niño ante el control que ejercen sobre él sus padres y el pánico de un adulto que se enfrenta a una responsabilidad son de la misma naturaleza. Uno no es ninguna de esas cifras; tal vez uno sea menos que «uno».

No hay duda de que se trata de una consecuencia de la profesión que uno ejerce. Si trabaja en un banco o pilota un avión sabe que, cuando haya adquirido una buena experiencia, tiene más o menos garantizado un beneficio o un aterrizaje seguro. En cambio, en el negocio de escribir, no se acumulan experiencias, sino incertidumbres, que no es sino un sinónimo de pericia. En ese campo donde la experiencia invita a la condena, los conceptos de adolescencia y madurez se entremezclan y el pánico pasa a ser el estado más frecuente de la mente. En consecuencia, mentiría si recurriese a la cronología o a cualquier cosa que sugiera un proceso lineal. Una escuela es una fábrica es un poema es una cárcel es una academia es aburrimiento, con destellos de pánico.

Excepto que la fábrica estaba junto a un hospital y el hospital estaba junto a la cárcel más famosa de toda Rusia, llamada Las Cruces. Y el depósito de aquel hospital era el lugar donde iba a trabajar cuando salía del Arsenal, porque tenía en la cabeza la idea de ser médico. Las Cruces me abrió las puertas de su celda cuando cambié mis planes y me puse a escribir poemas. Cuando trabajaba en la fábrica, por encima del muro veía el hospital y, cuando cortaba y cosía cadáveres en el hospital, veía a los prisioneros que se paseaban por el patio de Las Cruces; a veces se las arreglaban para arrojarme cartas por encima de la tapia. Yo las recogía y las enviaba. Debido a lo apretado de su topografía y a lo cerrado del caparazón, todos esos lugares, trabajos, presidiarios, obreros, guardianes y médicos se han mezclado entre sí y ya no sé si recuerdo a una persona por haberla visto paseándose por aquel patio en forma de tabla de planchar en la cárcel de Las Cruces o si soy yo quien se pasea por él. Por otra parte, la fábrica y la cárcel habían sido construidas aproximadamente en la misma época y exteriormente no se distinguían una de otra; parecía como si fuera un ala de ampliación de la otra.

Así es que estaría fuera de lugar que tratara de ser consecutivo al explicarme. La vida nunca me ha parecido constituida por un conjunto de transiciones claramente delimitadas, sino que más bien va creciendo a la manera de una bola de nieve y, cuanto más crece, más se parece un lugar a otro o una época a otra. Recuerdo, por ejemplo, que en 1945 mi madre y yo estábamos esperando un tren en una estación cercana a Leningrado. La guerra acababa de terminar, veinte millones de rusos estaban pudriéndose en sepulturas provisionales en todo el continente, mientras el resto, dispersados por la guerra, volvían a sus casas o a lo que quedaba de sus casas. La estación de ferrocarril era como una estampa del caos primigenio. La gente sitiaba los trenes de ganado como insectos enloquecidos: trepaban al techo de los vagones, se comprimían unos a otros, etcétera. Por alguna razón, observé a un viejo lisiado y calvo, con una pierna de palo, que trataba de montarse en el tren y que iba recorriendo vagón tras vagón, constantemente expulsado de ellos por los que ya iban colgados de los estribos. El tren comenzó a moverse y el viejo seguía saltando a lo largo del tren. De pronto consiguió asirse a la manija de uno de los vagones y en ese punto vi a una mujer que estaba en la puerta y que, levantando en el aire un puchero, arrojó encima de la coronilla del viejo un chorro de agua hirviendo. El hombre se cayó y el movimiento browniano de mil piernas lo engulló y lo perdí de vista.

Fue algo cruel, sí, pero este ejemplo de crueldad se mezcla a su vez en mi mente con una historia ocurrida hace veinte años, al ser descubierta una banda de antiguos colaboradores con las fuerzas alemanas de ocupación, los llamados Polizei. La noticia salió en los periódicos. Eran seis o siete viejos y, como es natural, el nombre del jefe era Gurewicz o Ginzburg, lo que quiere decir que era judío, por inconcebible que parezca que un judío pueda colaborar con los nazis. Los sentenciaron a diversas penas y, como es lógico, al judío le correspondió la pena capital. Me contaron que la mañana en que debía ser ejecutado, al salir de la celda y ser conducido al patio de la cárcel donde le estaba aguardando el pelotón de fusilamiento, el oficial que estaba al mando de los guardianes de la cárcel le preguntó:

– ¡Ah!, a propósito, Gurewicz [o Ginzburg], ¿cuál es tu último deseo?

A lo que el hombre respondió:

– ¿Mi último deseo? Pues, no sé… me gustaría mear…

Y entonces el oficial replicó:

– Bien, ya mearás después.

Para mí las dos historias son iguales y todavía sería peor que la segunda historia fuera puro folklore, aunque creo que no es el caso. Historietas de ésas las conozco a centenares, pero están todas mezcladas.


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