1

[1] [2]

1

Puestos a hablar de fracasos, querer rememorar el pasado es como tratar de entender el significado de la existencia. Ambas cosas le hacen sentir a uno como el niño que quiere agarrar una pelota de baloncesto y se le escapa una y otra vez de las manos.

Recuerdo poco de mi vida y lo que recuerdo tiene escasa importancia. La mayoría de las ideas que me interesaron y que conservo en la memoria deben su significación a la época en que surgieron. Las que no recuerdo, sin duda han sido expresadas mucho mejor por otro. La biografía de un escritor radica en la tergiversación del lenguaje que emplea. Recuerdo, por ejemplo, que cuando yo tenía unos diez u once años se me ocurrió que la máxima de Marx que afirma que «la existencia condiciona la conciencia» sólo era verdad durante el tiempo que la conciencia tarda en dominar el arte del extrañamiento; a partir de entonces, la conciencia es independiente y tanto puede condicionar como ignorar la existencia. A esa edad, seguramente se trató de un descubrimiento, pero apenas digno de ser registrado, aparte de que es probable que hubiera sido mejor expresado por otros. ¿Importa realmente saber quién fue el primero en descifrar este cuneiforme jeroglífico mental del que la máxima «la existencia condiciona la conciencia» constituye un ejemplo perfecto?

De modo que, si escribo todo esto, no es para que conste en acta y que quede bien sentado (esta clase de «actas» precisas no existe y, de existir, son insignificantes y, por lo tanto, nadie se molestó aún en alterarlas), sino principalmente por la razón habitual que impulsa a un escritor a escribir: para dar un impulso a la lengua o para obtenerlo de ella, en la ocasión presente una lengua extranjera. Lo poco que recuerdo todavía se reduce más al evocarlo en inglés.

Por lo que se refiere al principio de mi existencia, debo confiar en mi partida de nacimiento, que declara que nací el 24 de mayo de 1940, en Leningrado, Rusia, por más que aborrezco ese nombre dado a la ciudad que hace mucho tiempo el pueblo llano apodaba simplemente «Peter», de Petersburgo, o Petrogrado. Hay un antiguo pareado que dice:

Rasca el viejo Pedro

los costados del pueblo.

En el marco de la experiencia nacional, la ciudad es definitivamente Leningrado; en el marco de la creciente vulgaridad de su contenido, cada día es más Leningrado. Por otra parte, como palabra, «Leningrado» suena tan neutra para el oído ruso como la palabra «construcción» o la palabra «salchicha». Yo prefiero llamarla «Peter», porque recuerdo esta ciudad en unos tiempos en los que no parecía «Leningrado», justo después de la guerra: fachadas grises o verde pálido, con huecos de balas y metralla; calles desiertas e interminables, con escasos transeúntes y poco tráfico; casi un semblante hambriento y, por ello, de rasgos más definidos y, si se quiere, más nobles; un semblante descarnado y duro con el abstracto resplandor de su río reflejado en los ojos de sus ventanas huecas. A un superviviente no se le puede dar el nombre de Lenin.

Aquellas magníficas fachadas picadas de viruela detrás de las cuales, entre viejos pianos, gastadas alfombras, polvorientas pinturas con gruesos marcos de bronce, restos de mobiliario (las sillas eran lo más escaso) consumido por las estufas de hierro durante el asedio…, la vida empezaba a vislumbrarse débilmente. Y me acuerdo de que, pasando ante aquellas fachadas camino de la escuela, me sentía completamente absorto al imaginar lo que pudo haber ocurrido en aquellas habitaciones en las que el papel de las paredes, avejentado, se caía a tiras. Debo decir que de esas fachadas y pórticos, clásicos, modernos, eclécticos, con sus columnas, sus pilastras y sus cabezas de yeso que representaban seres humanos o animales míticos, de sus ornamentos y de sus cariátides que sostenían los balcones, de los torsos de las hornacinas en sus entradas, aprendí más sobre la historia del mundo que más tarde en cualquier libro. Grecia, Roma, Egipto…, todos estaban allí, todos fueron desportillados por la artillería durante los bombardeos. Y del río gris, de aguas reverberantes, que discurría hacia el Báltico, con algún que otro remolcador que, en medio de él, luchaba contra la corriente, aprendí más sobre el infinito y sobre el estoicismo que en las matemáticas y en Zenón.

Todo eso tenía muy poco que ver con Lenin, al que supongo empecé a despreciar cuando yo cursaba el primer grado, no tanto por su filosofía o su práctica política, acerca de las cuales a la edad de siete años sabía bien poco, sino por sus omnipresentes imágenes, que infestaban casi todos los libros de texto, todas las paredes de las aulas, los sellos de correos, los billetes y tantas otras cosas, reproduciendo a ese hombre en diferentes edades y estadios de su vida. Había el Lenin niño, querubín de dorados rizos; había el Lenin con veintitantos y treinta y tantos años, calvo y hermético, con aquella expresión vacía en su rostro, que podía tomarse por cualquier cosa, preferiblemente por una actitud de determinación. Es el rostro que de algún modo persigue a todo ruso y le sugiere una especie de patrón para el aspecto humano porque denota una manifiesta ausencia de carácter. (Tal vez porque en ese rostro no hay nada que sea específico, sugiera tantas posibilidades.) Había después un Lenin más viejo, más calvo, con su barba en forma de cuña, su traje oscuro de tres piezas, a veces sonriendo, pero más a menudo arengando a las «masas» desde lo alto de un carro blindado o desde el podio en algún congreso del partido, con una mano extendida en el aire.

Había también variantes: Lenin con gorra de obrero y clavel en la solapa; con chaleco y sentado en su despacho, escribiendo o leyendo; sentado en un tronco, a orillas de un lago, garrapateando sus Tesis de Abril o algún otro dislate, al fresco. Finalmente, Lenin vestido con una chaqueta paramilitar, en un banco de jardín junto a Stalin, el único en sobrepasar a Lenin en cuanto a ubicuidad de imágenes impresas. Pero Stalin entonces estaba vivo, mientras que Lenin estaba muerto y, aunque sólo fuera por esto, era «bueno» porque pertenecía al pasado, es decir, estaba auspiciado por la historia y por la naturaleza, mientras que Stalin sólo estaba auspiciado por la naturaleza, o al revés.

Me parece que llegar a ignorar aquellas fotografías fue mi primera lección de desconexión, mi primer intento de extrañamiento. Habría más; de hecho, cabe considerar el resto de mi vida como una constante evitación de sus aspectos más importunos. Debo admitir que llegué muy lejos por este camino; tal vez demasiado: todo aquello que sugiriese reiteración quedaba condenado o sujeto a eliminación. Y ello incluía frases, árboles, ciertos tipos de personas, a veces incluso el dolor físico… y afectó a muchas de mis relaciones. En cierto modo, estoy en deuda con Lenin. Todo lo que se me presentara con profusión, lo veía yo como una especie de propaganda. Esta actitud, supongo, contribuyó a una terrible aceleración a través de la selva de los hechos, acompañada por la superficialidad.

No creo ni por un momento que todas las claves de la personalidad deban encontrarse en la infancia. Durante tres generaciones, aproximadamente, los rusos han vivido en apartamentos comunitarios y habitaciones estrechas. Nuestros padres hacían el amor mientras nosotros simulábamos dormir. Después hubo una guerra, hambre, padres ausentes o lisiados, madres que perdían su pudor, mentiras oficiales en la escuela y no oficiales en casa, inviernos rigurosos, indumentarias horribles, exhibición pública de nuestras sábanas mojadas en campamentos de verano y comentarios sobre estas cuestiones delante de extraños. Después, la bandera roja ondearía en el mástil del campamento. ¿Y qué? Toda esa militarización de la infancia, toda esa amenazadora majadería, la tensión erótica (a los diez años todos deseábamos a nuestras maestras) no habían afectado mucho a nuestra ética ni a nuestra estética, como tampoco nuestra capacidad para amar y sufrir. Recuerdo esas cosas no porque piense que son las claves del subconsciente ni tampoco, desde Luego, por nostalgia de mi infancia, las recuerdo porque nunca lo he hecho antes, porque quiero que algunas permanezcan…, por lo menos en el papel. Y también porque mirar hacia atrás es más remunerador que lo contrario. Mañana es mucho menos atractivo que ayer. Por alguna razón, el pasado no irradia la inmensa monotonía del futuro. Debido a su profusión, el futuro es propaganda. Lo mismo que la hierba.

La verdadera historia de la conciencia se inicia con la primera mentira. Resulta que yo recuerdo la mía. Fue en la biblioteca de la escuela, al llenar la solicitud de lector. El quinto espacio en blanco hacía referencia, como es lógico, a la «nacionalidad». Yo tenía siete años y sabía muy bien que era judío, pero dije a la empleada que no lo sabía. Con un turbio regocijo me aconsejó que me fuera a casa y se lo preguntara a mis padres. No volví nunca más a aquella biblioteca, pese a lo cual me hice socio de muchas otras en las que había que rellenar la misma solicitud. Ni estaba avergonzado de ser judío ni tenía miedo de admitirlo. En el libro de la clase estaban registrados con todo detalle nuestros nombres, los nombres de nuestros padres, las señas de los hogares y la nacionalidad. De vez en cuando un maestro «olvidaba» el libro sobre la mesa durante el recreo y entonces, como buitres, nos lanzábamos sobre sus páginas. Todos los de la clase sabían que yo era judío, pero los niños de siete años no son buenos antisemitas. Además, yo era muy fuerte para mi edad y lo que más contaba entonces eran los puños. Lo que a mí me avergonzaba era la palabra «judío» en sí -en ruso «yevrei» -, cualesquiera que fuesen sus connotaciones.

El destino de una palabra depende de la variedad de sus contextos, de la frecuencia de su uso. En el ruso impreso, «yevrei» aparece tan raramente como, por ejemplo, «mediastino» o «dondequiera» en castellano. En realidad, tiene también algo de la condición de un sonoro taco o del nombre que sirve para designar una enfermedad venérea. Cuando uno tiene siete años, su vocabulario demuestra ser suficiente para detectar la rareza de esta palabra y es sumamente desagradable identificarse con ella; en cierto modo, va contra el sentido que uno tiene de la prosodia. Recuerdo que siempre me sentía más a gusto con un equivalente ruso de «kike» (judío), «yid» (pronunciado como André Gide): era claramente ofensivo y, por ello, carente de sentido, exento de alusiones. Las palabras de una sola sílaba no pesan mucho en ruso, pero en cuanto se les aplican sufijos, terminaciones o prefijos, entonces se arma la de San Quintín. Esto no quiere decir que sufrí como judío en aquella tierna edad, sino simplemente que mi primera mentira tuvo que ver con mi identidad.

No fue un mal comienzo. En cuanto al antisemitismo como tal, no me preocupaba demasiado, puesto que procedía en gran medida de los maestros: parecía innato en su participación negativa en nuestras vidas y debía ser aceptado con resignación, al igual que las malas notas. De haber sido católico, habría deseado verlos a todos en el infierno. A decir verdad, algunos maestros eran mejores que otros, pero, supuesto que todos eran dueños de nuestras vidas inmediatas, no nos molestábamos en hacer distinciones. Tampoco ellos trataban de hacerlas entre sus pequeños esclavos y hasta las observaciones antisemíticas más ardientes llevaban el sello de una inercia impersonal. En cualquier caso, yo nunca me tomé en serio la agresión verbal, especialmente si procedía de un grupo con una edad tan diferente de la mía. Supongo que las diatribas que mis padres solían pronunciar contra mí me curtieron perfectamente. Además, había maestros que también eran judíos, y no les temía menos que a los rusos de pura sangre.

Esto es tan sólo un ejemplo del recorte de la personalidad que -junto con el lenguaje en sí, donde verbos y nombres intercambian sus puestos con tanta libertad como uno osa concederles-, engendró en nosotros una sensación de ambivalencia tan abrumadora que, al cabo de diez años, terminamos con una fuerza de voluntad en nada superior a la de un alga marina. Cuatro años en el ejército (donde los hombres eran reclutados a los diecinueve años), coronaban el proceso de rendición total al estado. La obediencia se convertía en primera y segunda naturaleza.

Si uno tenía cerebro, no hay duda de que trataba de burlar el sistema ideando todo tipo de subterfugios, haciendo oscuros tratos con sus superiores, acumulando mentiras y tirando de las cuerdas de las conexiones seminepóticas de cada uno. Esto se convertía en un trabajo de dedicación total, pese a lo cual uno tenía plena conciencia de que la red que había tejido era una red de mentiras y, pese al grado de éxito o al sentido del humor de cada uno, acababa despreciándose. Ese es el triunfo definitivo del sistema: tanto si lo burlas como si te unes a él, te sientes igualmente culpable. La creencia nacional es -como bien dice el proverbio- que no hay mal que por bien no venga, y posiblemente viceversa.

La ambivalencia, creo yo, es la principal característica de mi nación. No hay en Rusia verdugo que no tema convertirse en víctima un día, ni hay víctima, por desgraciada que sea su situación, que no se reconozca (aunque sólo sea en su fuero interno) capacidad mental para convertirse en verdugo. Nuestra historia reciente ha abonado ambas posturas. En todo esto hay una cierta sabiduría, y cabría pensar incluso que esta ambivalencia es sabiduría, que la propia vida no es ni buena ni mala, sino arbitraria. Quizá nuestra literatura hace tanto hincapié en la causa del bien porque esa causa se ha visto desafiada demasiado a menudo. Si ese hincapié fuera simplemente resultado de una duplicidad de pensamiento, la cosa estaría muy bien, pero exacerba los instintos. Este tipo de ambivalencia, creo yo, corresponde precisamente a esas «buenas noticias» que el Este, que tiene poco más que ofrecer, se dispone a imponer al resto del mundo. Y el mundo parece estar maduro para recibir.

Dejando aparte el destino del mundo, el único medio que tenía un niño para luchar contra lo que se le venía encima era salirse del camino trazado, cosa difícil debido a los padres y debido a que el propio niño sentía miedo ante lo desconocido. Sobre todo, porque le diferenciaba de la mayoría, y uno había mamado, junto con la leche materna, la creencia de que la mayoría tiene razón. Se requiere una cierta falta de interés y yo era una persona despreocupada. Que yo recuerde, el hecho de que dejara la escuela a la edad de quince años no obedeció tanto a una elección consciente como a una reacción visceral.
[1] [2]



Добавить комментарий

  • Обязательные поля обозначены *.

If you have trouble reading the code, click on the code itself to generate a new random code.