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La preferencia instintiva era leer antes que actuar. No es de extrañar que nuestras vidas reales fueran más o menos un lío. Incluso aquellos de entre nosotros que supieron abrirse paso a través del espeso bosque de la «educación superior», con toda su inevitable coba verbal -y de otro tipo- al sistema, finalmente cayeron víctimas de escrúpulos impuestos por la literatura y no pudieron seguir adelante. Todos terminamos haciendo trabajos rarísimos, rastreros o editoriales o… cosas estúpidas, como grabar inscripciones en lápidas funerarias, hacer copias de planos, traducir textos técnicos, llevar contabilidades, encuadernar libros, revelar placas de rayos X. De vez en cuando aparecíamos inesperadamente en la puerta de la casa de un compañero, con una botella en una mano y pasteles o flores o comida en la otra, y pasábamos la velada charlando, cotilleando, quejándonos de la imbecilidad de los funcionarios que vivían más arriba, haciendo cábalas sobre quién de nosotros moriría primero. Y al llegar aquí tengo que abandonar ya el pronombre «nosotros».

Nadie conocía la literatura y la historia mejor que esas gentes, nadie escribía en ruso mejor que ellos, nadie despreciaba más profundamente nuestra época. Para esas personas la civilización era algo más que el pan de cada día y un abrazo por la noche. No era ésta, como pudiera parecer, otra generación perdida, sino la única generación de rusos que se había encontrado a sí misma, y para ella Giotto y Mandelstam eran más imperativos que los destinos de sus individuos. Pobremente vestidos pero en cierto modo elegantes, revueltos por las manos silenciosas de sus amos más inmediatos, huyendo como conejos de los ubicuos galgos del estado y de sus zorros, más ubicuos aún, destrozados, cada día más viejos, seguían alimentando su amor hacia esa cosa que no existía (o que existía únicamente en sus cabezas, de día en día más calvas) llamada «civilización». Amputados sin remedio del resto del mundo, creían que aquel mundo, por lo menos, era como ellos mismos; ahora saben que es como los demás, pero que va mejor vestido. Mientras escribo todo esto, cierro los ojos y casi me parece verlos en sus desmanteladas cocinas, con un vaso en la mano, haciendo irónicas muecas.

– Eso, eso… -dicen con forzada sonrisa-, Liberté, Egalité, Fraternité… ¿Por qué no hay nadie que añada Cultura?

Me parece que la memoria viene a ser un sustituto del rabo que perdimos para siempre durante el feliz proceso de la evolución. Dirige nuestros movimientos, nuestras migraciones incluso. Dejando aparte este aspecto, en el mismo proceso de rememorar hay algo que es claramente atávico, aunque sólo sea porque ese proceso no es nunca lineal. Además, cuantas más cosas recuerda uno, más cerca está de la muerte.

De ser así, es bueno que la memoria tropiece. Sin embargo, las más de las veces se retuerce, vuelve a enroscarse, divaga en todas direcciones, exactamente como el rabo; y así tiene que ser también la narración que uno escribe, so pena de resultar inconsecuente y aburrida. Después de todo, el aburrimiento es el rasgo más frecuente de la existencia, y uno se pregunta por qué prosperó tan poco en la prosa del siglo diecinueve, que luchó tanto por ser realista.

Pero pese a que un escritor esté perfectamente equipado para imitar sobre el papel las fluctuaciones más sutiles de la mente, el esfuerzo para reproducir el rabo en todo su esplendor espiral sigue condenado al fracaso, puesto que por algo existió la evolución. La perspectiva de los años endereza las cosas hasta el punto de la extinción completa y no hay nada que pueda hacerlas regresar, ni siquiera las palabras caligrafiadas con letras de lo más retorcido. Este esfuerzo todavía está más condenado si resulta que el rabo se queda rezagado en algún lugar de Rusia.

Sin embargo, si la palabra impresa no fuera más que una indicación del olvido, todo sería perfecto, pero la triste verdad es que las palabras tampoco reproducen la realidad. Yo, por lo menos, siempre he tenido la sensación de que toda experiencia procedente del reino de Rusia, incluso cuando es descrita con precisión fotográfica, no hace sino rebotar sobre la lengua inglesa sin dejar marca visible en su superficie. Por supuesto que la memoria de una civilización no puede, o quizá no debiera, convertirse en memoria de otra. Pero cuando la lengua no es capaz de reproducir las realidades negativas de otra cultura, el hecho da lugar a tautologías de la peor especie.

La historia, qué duda cabe, está sujeta a repetirse; después de todo, al igual que los hombres, no tiene muchas opciones. Pero por lo menos a uno debería quedarle el consuelo de ser consciente de aquello que lo ha convertido en víctima al tratar de la peculiar semántica predominante en un reino extranjero como Rusia. Uno queda modelado por sus propios hábitos conceptuales y analíticos, es decir, sirviéndose de la lengua para hacer la disección de la experiencia y despojando con ello a la mente de los beneficios de la intuición, puesto que, pese a su belleza, un concepto preciso significa siempre una reducción del sentido, un recorte de cabos sueltos, mientras que los cabos sueltos son lo que más cuenta en el mundo del fenómeno, debido a que se entretejen.

Esas palabras dan testimonio de que estoy muy lejos de acusar de insuficiencia a la lengua inglesa, del mismo modo que tampoco lamento el estado de letargo en que se encuentra la psique de sus habitantes nativos. Lo que lamento simplemente es el hecho de que un concepto tan avanzado del mal como el que resulta estar en posesión de los rusos haya tenido vedada la entrada en la conciencia amparándose en el hecho de tener una sintaxis complicada. No sé cuántos habrá de entre nosotros que recuerden a un malo dotado de un lenguaje llano que cruza el umbral con estas palabras:

– ¡Hola, qué tal, soy el malo! ¿Cómo estáis?

Pero, de todas maneras, si todo esto tiene un aire elegiaco, se debe más al género de la pieza que a su contenido, por lo que la ira sería más apropiada. Por supuesto que ni una cosa ni otra transmiten el sentido del pasado, pero por lo menos la elegía crea una nueva realidad. Poco importa lo elaborada que pueda ser la estructura que uno pueda concebir para agarrarse a su propio rabo, puesto que acabará con la red llena de pescado, pero sin agua. Ello hará que se balancee la barca y le causará mareo, o lo forzará a recurrir al tono elegiaco. O bien a arrojar el pescado por la borda.

Érase una vez un niño que vivía en el país más injusto de la tierra, gobernado por criaturas que, juzgadas de acuerdo con los cánones humanos, debían ser consideradas como seres degenerados. Pero no fueron tenidas por tales.

Y había una ciudad, la ciudad más hermosa de la tierra, con un río gris inmenso que discurría hacia distantes llanuras, como el inmenso cielo gris que cubría aquel río. A orillas de aquel río había magníficos palacios con fachadas tan bellamente elaboradas que, si el niño se quedaba en la orilla derecha, la izquierda se le antojaba la estampa de un gigantesco molusco llamado civilización. Que ya no existe.

Por la mañana muy temprano, cuando el cielo todavía estaba tachonado de estrellas, el niño se levantaba y, después de tomarse una taza de té y un huevo, acompañados por la voz de la radio que anunciaba un nuevo avance en la fundición de acero, a lo que seguía la voz del coro del ejército cantando un himno al Jefe cuyo retrato estaba clavado en la pared, sobre la cabecera de la cama del niño, todavía caliente, echaba a correr por el malecón de granito, cubierto de nieve, camino de la escuela.

El amplio río, blanco y helado, era como una lengua de tierra a la que se hubiera impuesto silencio, mientras el gran puente se arqueaba sobre el cielo azul como un paladar de hierro. Si el niño disponía de dos minutos sobrantes, se deslizaba sobre el hielo y daba veinte o treinta pasos hasta el centro mientras iba pensando qué hacían los peces bajo aquella gruesa capa de hielo. Después se paraba, daba una vuelta de 180 grados y echaba a correr, sin volver a detenerse, hasta la entrada de la escuela. Irrumpía en el vestíbulo, arrojaba la chaqueta y el gorro en la percha y volaba por las escaleras hasta la clase.

La clase es grande, con tres hileras de pupitres, un retrato del Jefe en la pared detrás de la silla del maestro y un mapa con dos hemisferios, de los que sólo uno es legal. El niño toma asiento, abre la cartera, deja la pluma y la libreta sobre el pupitre, levanta los ojos y se dispone a escuchar bobadas.

(1976)



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