1

[1] [2]

Simplemente, no podía soportar determinados rostros de la clase: los de algunos de mis compañeros, pero principalmente de mis profesores. Así es que una mañana de invierno, sin razón aparente, me levanté en plena clase y protagonicé una melodramática salida por la puerta de la escuela, sabiendo positivamente que nunca más volvería a entrar por ella. De las emociones que me invadieron en aquel momento, la única que recuerdo es el disgusto generalizado que me producía mi persona por el hecho de ser excesivamente joven y dejar que me dominaran tantas cosas a mi alrededor. Por otra parte, subsistía también una sensación de huida difusa, pero feliz, como una calle llena de sol que no tuviera final.

Creo que lo más importante fue el cambio de exteriores. En un estado centralizado todas las habitaciones tienen el mismo aspecto: el despacho del director de la escuela era una réplica exacta de las cámaras para interrogatorios que empecé a frecuentar al cabo de cinco años: los mismos paneles de madera, las mismas mesas, las mismas sillas…, un paraíso para los carpinteros. También los mismos retratos de nuestros fundadores: Lenin, Stalin, miembros del Politburó y Maksim Gorki (el fundador de la literatura soviética), en caso de tratarse de una escuela, o Félix Dzerzinski (el fundador de la policía secreta soviética), si el lugar era una cámara para interrogatorios.

Con todo, era frecuente que Dzerzinski -«Félix de hierro» o el «Caballero de la Revolución», como lo llamaba la propaganda- decorase también las paredes del despacho del director, debido a que el hombre se había deslizado en el sistema educativo desde las alturas de la KGB, al igual que aquellas paredes estucadas de las clases, con su raya horizontal azul a la altura de los ojos que corría indefectiblemente a través del país entero, como la raya de un común denominador infinito: en ayuntamientos, hospitales, fábricas, cárceles y corredores de los apartamentos comunitarios. El único sitio donde no la encontré fue en las barracas de madera de los campesinos.

Esa decoración era tan exasperante como omnipresente y en múltiples ocasiones de mi vida me quedé absorto con la mirada clavada en aquella franja azul de cinco centímetros de anchura, confundida a veces con un horizonte marino y otras como la representación de la misma nada. Era demasiado abstracta para representar nada: desde el suelo hasta el nivel de los ojos, una pared cubierta de pintura color gris rata o verdoso y esa franja azul como remate; por encima de ella, estuco de un blanco virginal. Nadie se había preguntado en la vida qué hacía allí aquella raya, y nadie habría podido contestar, pero allí estaba: una línea fronteriza, una divisoria entre el gris y el blanco, abajo y arriba. No se trataba de colores sino de sugerencias de colores, que sólo podían estar interrumpidos por manchas alternativas de color marrón: las puertas. Cerradas o entornadas. A través de las puertas entornadas podía verse otra habitación con la misma distribución de gris y blanco separados por la raya azul. Aparte de un retrato de Lenin y de un mapamundi.

Fue hermoso abandonar aquel cosmos kafkiano, aunque ya entonces -o así lo parece- yo sabía, de alguna manera, que cambiaba seis por media docena. Sabía que cualquiera que fuese el edificio donde entrase, tendría el mismo aspecto, puesto que es dentro de edificios donde estamos condenados a hacer todo lo que queramos hacer. Sin embargo, me daba cuenta de que debía irme. La situación financiera de nuestra familia era deplorable: subsistíamos gracias, principalmente, al salario de mi madre, puesto que mi padre, después de haber sido dado de baja en la armada en virtud de alguna norma seráfica según la cual los judíos no podían desempeñar cargos militares relevantes, pasó muy malos momentos buscando trabajo. Por supuesto, mis padres podían arreglárselas sin mi contribución, y habrían preferido que terminase la escuela. Yo lo sabía, pero seguía diciéndome que tenía el deber de ayudar a mi familia. Era casi una mentira, pero de esa manera la cosa tenía mejor aspecto, aparte de que por aquel entonces ya había aprendido a saborear las mentiras precisamente por ese «casi» que afina el perfil de la verdad: después de todo, la verdad termina allí donde empieza la mentira. Eso es lo que aprende un chico en la escuela y a la postre resulta más útil que el álgebra.
[1] [2]



Добавить комментарий

  • Обязательные поля обозначены *.

If you have trouble reading the code, click on the code itself to generate a new random code.