EL HIJO DE LA CIVILIZACIÓN (1)

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EL HIJO DE LA CIVILIZACIÓN

Por alguna extraña razón, la expresión «muerte de un poeta» suena siempre de manera algo más concreta que «vida de un poeta», quizá porque «vida» y «poeta», como palabras, son casi sinónimas en su positiva vaguedad, en tanto que «muerte» -incluso como palabra- es aproximadamente tan definida como la propia producción de un poeta, es decir, un poema, el rasgo principal del cual es su último verso. Sea lo que fuere una obra de arte, propende a su final, que contribuye a su forma y niega la resurrección. Después del último verso de un poema no hay nada, salvo la crítica literaria. Así pues, cuando leemos a un poeta, participamos en su muerte o en la muerte de sus obras. En el caso de Mandelstam, participamos en ambas cosas.

Una obra de arte está destinada siempre a sobrevivir a su creador. Parafraseando al filósofo, se podría decir que escribir poesía es también ejercitarse en morir. Pero dejando aparte la pura necesidad lingüística, lo que le hace escribir a uno no es tanto una preocupación por la condición perecedera de la propia carne como la urgencia imperiosa de preservar ciertas cosas del mundo de uno, de la civilización personal de uno, de la propia continuidad no semántica de uno. El arte no es una existencia mejor, sino alternativa; no es un intento de escapar a la realidad, sino lo contrario, un intento de animarla. Es un espíritu que busca carne, pero que encuentra palabras. En el caso de Mandelstam, resulta ser que las palabras pertenecen a la lengua rusa.

Posiblemente, para un espíritu, la solución no podía ser mejor: el ruso es una lengua sujeta a múltiples inflexiones, lo que quiere decir que puede ocurrir muy bien que el nombre vaya al final de la frase y que la terminación de ese nombre (o adjetivo o verbo) varíe según el género, el número y el caso. Todo esto aporta a una verbalización dada la calidad estereoscópica de la percepción en sí y (a veces) agudiza y desarrolla esta última. Lo que mejor ilustra este aspecto es el manejo que hace Mandelstam de uno de los temas principales de su poesía: el tema del tiempo.

Nada hay más extraño que aplicar un dispositivo analítico a un fenómeno sintético: por ejemplo, escribir en inglés sobre un poeta ruso. Sin embargo, en el caso de Mandelstam, tampoco sería mucho más fácil aplicar el dispositivo mencionado en ruso. La poesía es el resultado supremo de toda la lengua y analizarlo no es otra cosa que hacer difuso el foco. Esto es tanto más verdad en el caso de Mandelstam, figura extremadamente solitaria en el contexto de la poesía rusa, y lo que explica su aislamiento es precisamente la densidad de su foco. La crítica literaria es sensata únicamente cuando el crítico opera en el mismo plano tanto de la referencia lingüística como psicológica. Dada su actual situación, Mandelstam está destinado a una crítica que venga estrictamente «de abajo» en cualquiera de las dos lenguas.

La inferioridad del análisis parte de la misma noción del tema, ya sea el tema el tiempo, el amor o la muerte. La poesía es, antes que nada, un arte de referencias, alusiones, paralelos lingüísticos y figurativos. Existe una inmensa sima entre el Homo sapiens y el Homo scribens, puesto que, para el escritor, el concepto de tema aparece como resultado de combinar las técnicas y dispositivos antes mencionados, en el supuesto de que aparezca. Escribir es literalmente un proceso existencial: se sirve del pensamiento para sus propios fines y consume nociones, temas y cosas parecidas, no lo contrario. La que dicta un poema es la lengua, y la voz de la lengua es lo que conocemos con los apodos de Musa o de Inspiración. Mejor será, pues, que no hablemos del tema del tiempo en la poesía de Mandelstam, sino de la presencia del tiempo en sí, como entidad y como tema, aunque sólo sea porque el tiempo tiene su puesto dentro de un poema y es una cesura.

Porque sabemos perfectamente bien que Mandelstam, a diferencia de Goethe, en ningún momento exclama: «¡Oh, momento, detente! ¡Eres tan hermoso!», sino que trata simplemente de ampliar su cesura. Y lo que es más, no lo hace tanto por la particular belleza o ausencia de belleza de ese momento; su preocupación (y posteriormente su técnica) es totalmente diferente. Lo que el joven Mandelstam estaba tratando de transmitir en sus dos primeras recopilaciones era la sensación de una existencia sobresaturada, para lo cual escogió como medio la representación de un tiempo sobrecargado. Sirviéndose de todo el poder fonético y alusivo de las palabras, la poesía de Mandelstam expresa en este período la dilación, la sensación viscosa del paso del tiempo. Y puesto que lo consigue (como siempre), el efecto es que el lector se da cuenta de que las palabras, las letras incluso -y de manera especial las vocales-, son casi palpables vasijas de tiempo.

Por otra parte, su actitud no es la de búsqueda de los días pasados, con su escudriñamiento obsesivo para recuperar y reconsiderar el pasado. Mandelstam rara vez vuelve la vista atrás en un poema; él está totalmente en el presente, en ese mismo momento, que hace continuo y que dilata más allá de su límite natural. El pasado, ya sea personal o histórico, está en la misma etimología de las palabras. Pero, por muy antiproustiano que sea su tratamiento del tiempo, la densidad de su poesía tiene afinidades con la gran prosa del francés. En cierto modo, es la misma guerra total, el mismo ataque frontal pero, en este caso, un ataque al presente y con recursos de diferente naturaleza. Tiene una extrema importancia observar, por ejemplo, que en casi todos los casos, cuando Mandelstam trata este tema del tiempo, recurre a un verso fuertemente cesurado, que tiene resonancias del hexámetro tanto en su ritmo como en su contenido. Se trata generalmente de un pentámetro yámbico, que se desliza en el verso alejandrino, y siempre hay una paráfrasis o una referencia directa a alguna producción épica de Hornero. Este tipo de poema se desarrolla, por norma, en algún sitio próximo al mar, lo que directa o indirectamente evoca el ambiente de la Grecia antigua. Esto es así, en parte, por la consideración tradicional de la poesía rusa de que Crimea y el Mar Negro constituyen la única aproximación a mano del mundo griego, del que aquellos lugares -Táurida y Ponto Euxino- eran los arrabales. Tómense, por ejemplo, poemas como El río de miel dorada fluía tan lento…, Insomnio. Hornero. Velas hinchadasy tensas… y Hay oropéndolas en bosques y duradera longitud de vocales, donde aparecen estos versos:

…Pero la naturaleza una vez al año

se baña en la amplitud como en los metros homéricos,

igual que una cesura, bostezo del día.

La importancia de esta resonancia griega es múltiple. Podría tratarse de un problema puramente técnico, pero el hecho es que el verso alejandrino es extremadamente afín al hexámetro, la madre de todas las Musas fue Mnemosina, la Musa de la Memoria, y para que un poema (ya se trate de una poesía breve o de un poema épico) pueda sobrevivir, tiene que ser memorizado. El hexámetro constituía un excelente procedimiento mnemotécnico, aunque sólo fuera porque era tan pesado y tan diferente del habla coloquial de cualquier público, incluida la de Hornero. Así es que, haciendo referencia a este vehículo de la memoria dentro de otro -es decir, dentro del verso alejandrino-, Mandelstam, al mismo tiempo que produce una sensación casi física de túnel del tiempo, crea el efecto de un movimiento dentro de otro, de una cesura dentro de una cesura, de una pausa dentro de una pausa, lo que, después de todo, es una forma de tiempo, por no decir su significado: si esto no consigue detener el tiempo, por lo menos lo enfoca.

No es que Mandelstam haga esto de una manera consciente, deliberada, ni que éste sea su propósito básico al escribir un poema, sino que lo hace de una forma espontánea, en las oraciones subordinadas, mientras escribe (a menudo acerca de otra cosa), nunca escribiendo para sentar este principio. La suya no es una poesía tópica. La poesía rusa no es, en conjunto, excesivamente tópica. Su técnica básica consiste en dar un rodeo, en enfocar el tema partiendo de diferentes ángulos. El tratamiento escueto del tema, tan característico de la poesía en inglés, por lo general se ejercita en uno u otro verso, después de lo cual un poeta pasa a ocuparse de otra cosa; rara vez persiste en todo un poema. Los tópicos y conceptos, prescindiendo de La importancia que puedan tener, no son sino material, como palabras, y están siempre presentes. La lengua tiene nombres para todos ellos y el poeta, ya se sabe, domina la lengua. Grecia estuvo siempre presente, al igual que Roma, la Ju-dea bíblica y la Cristiandad. Las piedras angulares de nuestra civilización son vistas en la poesía de Mandelstam aproximadamente de la misma manera que las ha tratado el tiempo: como una unidad y dentro de su unidad. Declarar a Mandelstam adepto de cualquiera de estas ideologías (y de manera especial de la última) no sólo es reducirlo a miniatura sino distorsionar su perspectiva histórica o, mejor, su paisaje histórico. Desde el punto de vista temático, la poesía de Mandelstam repite el desarrollo de nuestra civilización: fluye hacia el norte, pero desde su mismo inicio hay en esta corriente ríos paralelos que mezclan sus aguas. Hacia los años veinte, los temas romanos van sustituyendo las referencias griegas y bíblicas, en gran medida como resultado de la creciente identificación del poeta con el predicamento arquetípico de «un poeta contra un imperio». Sin embargo, lo que dio origen a este tipo de actitud, dejando aparte los aspectos puramente políticos de la situación que reinaba en Rusia en aquella época, fue la estimación que hizo Mandelstam de la relación entre su propia obra y el resto de la literatura contemporánea, así como con el ambiente moral y las preocupaciones intelectuales del resto de la nación. La degradación moral y mental de esta última fue lo que dio pie a ese propósito imperial. Y en cambio sólo fue una manera de dar alcance a algo, nunca una ocupación del poder. Incluso en Tristia, el más romano de sus poemas, donde el autor bebe evidentemente del exiliado Ovidio, se puede descubrir una cierta nota patriarcal hesiódica, dando a entender que toda la empresa es vista a través de un prisma griego.

TRISTIA

I've mastered the great craft of separation
amidst the bare unbrained pleas of nigbt,
those lingerings while oxen cbew their radon,
the watcbful town's last eyelid's shutting tight.
And I reveré that midnight rooster's descant
when shouldering the wayfarer'i sack of wrong
eyes stained with tears were peering at the distance
and women's wailings were the Muses' song.
Who is to tell when heanng «separation»
what kind of parting this may resánate,
foreshadowed hy a rooster's exclamation
as canales twist the temple's colonnade;
why at the dawn of some new Ufe, new era
when oxen chew their ration in the stall
that wakeful rooster, a new life's towncner,
flaps its torn wings atop the city wall.
And I adore the worsted yarn's behavior:
the shuttle bustles and the spindle hums;
look how young Delia, barefooted, braver
than down of swans, glides straight into your arms!
Oh, our Ufe 's lamentable coarse fabric,
how poor the language of our joy indeed.
What happened once, becomes a. worn-out matnx.
Yet, recognition is intensely sweet!
So be it thus: a small translucent figure
spreads like a squirrel pelt across a clean
clay píate; a girl bends over it, her eager
gaze scrutinizes what the wax may mean.
To ponder Erebus, that's not for our acumen.
To women, wax is as to men steel's shine.
Our lot is drawn only in war; to women
it's given to meet death while they divine.1

(Traducido al inglés por Joseph Brodsky)

1. «He dominado el gran arte de la separación / entre las desnudas y destrenzadas súplicas nocturnas, / persistentes mientras los bueyes mascan su ración, / y el último párpado de la ciudad desvelada se cierra hermético. / Y reverencio el canto del gallo en mitad de la noche / cuando llevaba en hombros el caminante el saco de erróneos / ojos manchados de lágrimas que miraban fijos a distancia / y los lamentos de las mujeres eran la canción de las Musas. / Quién puede decir al oír «separación» / qué desprendimiento puede significar / anunciado por el grito de un gallo / como los cirios tuercen la columnata del templo; por qué en el alba de una nueva vida, una nueva era / cuando los bueyes mascan su ración en el establo / aquel gallo insomne, pregonero de una nueva vida, / agita sus alas rotas sobre los muros de la ciudad. / Y adoro el proceder de la hebra de estambre: / la lanzadera va y viene y el huso zumba. / mira la joven Delia, descalza, más espléndida / que el plumón del cisne, corre a deslizarse en tus brazos. / Oh, la lamentable y burda tela de nuestra vida, / qué pobre es la lengua de nuestra alegría. / Lo que ocurrió una vez se transforma en matriz gastada. / ¡Pero el reconocimiento es intensamente dulce! / Que sea así, pues: una figurilla translúcida / se despliega como la piel de una ardilla sobre una limpia bandeja de greda; / una muchacha se inclina sobre ella, su ávida / mirada escudriña qué puede significar la cera. / ¡Meditar sobre Erebo no es para nuestro ingenio! / Para las mujeres, la cera es lo que a los hombres el brillo del acero. / Lo nuestro sólo es desenvainado en tiempo de guerra; las mujeres / lo reciben para encontrar a la muerte mientras hacen presagios.»

Más adelante, en los años treinta, durante el período conocido con el nombre de Voronezh, cuando todas esas cuestiones -incluida Roma y la Cristiandad- debían ceder el paso a la «cuestión» del horror existencial desnudo y de una aterradora aceleración espiritual, la pauta de la interacción, de la interdependencia de aquellos dos reinos todavía se hace más obvia y más densa.

No es que Mandelstam fuera un poeta «civilizado», sino más bien que era un poeta de la civilización y para la civilización. En cierta ocasión, al serle preguntado que definiera el acmeísmo -movimiento literario al que pertenecía-, respondió: «nostalgia de una cultura mundial». Ese concepto de una cultura mundial es marcadamente ruso. Debido a su situación (ni Oriente ni Occidente) y a lo imperfecto de su historia, Rusia ha padecido siempre una sensación de inferioridad cultural, por lo menos en relación con Occidente. De esa inferioridad surgió el ideal de una cierta unidad cultural y una posterior voracidad intelectual frente a todo lo que procediera de aquella dirección. En cierto sentido, es una versión rusa del helenismo y, en este sentido, la observación de Mandelstam con respecto a la «palidez helenista» de Pushkin no es ociosa.

El mediastino de este helenismo ruso fue San Petersburgo. Tal vez el mejor emblema de la actitud de Mandelstam frente a esa llamada cultura mundial podría ser aquel pórtico estrictamente clásico del Almirantazgo de San Petersburgo decorado con relieves de ángeles con sus trompetas y coronado por una aguja dorada con la silueta de un velero en su extremo. Para entender mejor su poesía, el lector extranjero quizá debería tener presente que Mandelstam era judío y que vivía en la capital de la Rusia Imperial, cuya religión dominante era la ortodoxa, cuya estructura política era esencialmente bizantina y cuyo alfabeto fue concebido por dos monjes griegos. Hablando desde el punto de vista histórico, donde se dejaba sentir con más fuerza esta mezcla orgánica era en San Petersburgo, que se convirtió en hornacina escatológica de Mandelstam, «tan familiar como las lágrimas», para el resto de su no muy larga vida.

Pero lo suficientemente larga para inmortalizar ese lugar y, si su poesía ha sido calificada a veces de «petersburguiana», existe más de una razón para considerar esa definición exacta y elogiosa. Exacta porque, aparte de ser la capital administrativa del imperio, San Petersburgo era también el centro espiritual del mismo y, a principios de siglo, allí confluían los ramales de aquella corriente, de la misma manera que confluyen en los poemas de Mandelstam. Elogiosa porque tanto el poeta como la ciudad se aprovecharon, en cuanto a significado, de esta confrontación. Si Occidente era Atenas, en los años diez del presente siglo San Petersburgo era Alejandría. Aquella «ventana de Europa», tal como fue llamada por algunas almas amables de la Ilustración, aquella «ciudad en gran parte inventada», como la llamaría más tarde Dostoievski, situada en la misma latitud de Vancouver, en la desembocadura de un río tan ancho como el Hudson entre Manhattan y Nueva Jersey, era y es hermosa, y posee aquella belleza fruto de la locura o que intenta ocultar esa locura. El clasicismo no tuvo nunca mucho espacio en ella y los arquitectos italianos que fueron invitados a la ciudad por los sucesivos monarcas rusos lo entendieron demasiado bien. La multitud de columnas gigantes, infinitas, verticales, blancas, de las fachadas de aquellos palacios que bordean el río y que pertenecían al zar, a su familia, a la aristocracia, a las embajadas y a los nouveaux nches, quedaban reflejadas en las aguas hasta el Báltico. En la principal avenida del imperio -la Perspectiva Nevski- había iglesias de todos los credos. Las calles, amplias e interminables, estaban llenas de cabriolés, de automóviles recién introducidos, de multitudes ociosas y bien vestidas, de tiendas de gran categoría, de pastelerías, etc. Había plazas inmensas, con estatuas ecuestres que representaban a antiguos gobernantes y con columnas triunfales más altas que la de Nelson. Eran innumerables las editoriales, las revistas, los periódicos, los partidos políticos (en mayor número que en la América actual), los teatros, los restaurantes, gentes de raza gitana. Todo aquello estaba rodeado por el ladrillo Birnam Wood de las chimeneas de las fábricas y cubierto por la diseminada capa húmeda y gris del cielo del hemisferio norte. Se había perdido una guerra, otra-una guerra mundial- estaba al caer y tú eras un niño judío con un corazón lleno de pentámetros yámbicos rusos.
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