GUIA PARA UNA CIUDAD REBAUTIZADA (2)

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Esta llegada fue un desastre para la nación, pero la salvación para la ciudad, ya que su desarrollo se detuvo en seco, así como la vida económica de todo el país. Esta ciudad se congeló como sumida en un aturdimiento mudo y total ante la era inminente, negándose a asistir a ella. Por lo menos, el camarada Lenin merece sus monumentos aquí por haberle ahorrado a San Petersburgo tanto la innoble pertenencia a la aldea global como la vergüenza de convertirse en la sede de su gobierno, ya que en 1918 él volvió a trasladar la capital de Rusia a Moscú.

El significado de este gesto, por sí solo, podría igualar a Lenin con Pedro. Sin embargo, el propio Lenin difícilmente aprobaría el hecho de dar su nombre a la ciudad, aunque sólo fuera porque todo el tiempo que pasó en ella sumó unos dos años. De haber dependido de él, habría preferido Moscú o cualquier otro lugar en la Rusia propiamente dicha, pues él era hombre de tierra firme, y además un habitante de ciudad. Y si en Petrogrado se sentía incómodo, debíase en parte al mar, aunque no eran las inundaciones lo que le preocupaba, sino la flota británica.

Tal vez había sólo dos cosas que tuviera en común con Pedro I: conocimiento de Europa e inhumanidad, pero en tanto que Pedro, con su variedad de intereses, su tumultuosa energía y su torpeza de aficionado en los grandes designios, era una versión, en unos aspectos al día y en otros desfasada, de un hombre del Renacimiento, Lenin era de pies a cabeza un producto de su tiempo: un revolucionario de miras estrechas, con un típico deseo petit bourgeois, monomaníaco, de poder, lo que es en sí un concepto extremadamente burgués.

Por tanto, Lenin fue a Petersburgo porque allí era donde creía que se encontraba el poder, como hubiera ido a cualquier otro lugar de haber pensado que se encontraba allí (y de hecho así lo hizo, pues mientras vivía en Suiza intentó lo mismo en Zurich). Era, en resumen, uno de los primeros hombres para los que la geografía es una ciencia política. Pero lo cierto es que Petersburgo nunca fue, ni siquiera durante su período más reaccionario bajo Nicolás I, un centro de poder. Toda monarquía se asienta sobre el tradicional principio feudal de la complaciente sumisión o resignación al gobierno de uno solo, respaldado por la Iglesia. Después de todo, cualquiera de las dos -sumisión o resignación- es un acto voluntario, tanto como el de depositar un voto. En cambio, la idea principal de Lenin era la manipulación de la propia voluntad, el control de las mentes, y esto era nuevo para Petersburgo, ya que Petersburgo era meramente la sede del mando imperial, y no el locus mental o político de la nación, toda vez que la voluntad nacional no puede localizarse por definición. Como entidad orgánica, la sociedad genera las formas de su organización tal como los árboles generan sus distancias entre sí, y el que pasa por allí llama a esto «bosque». El concepto del poder, alias control estatal sobre el tejido social, es una contradicción de términos y revela un leñador. La propia mezcla, en la ciudad, de grandeza arquitectónica con una tradición burocrática semejante a una telaraña, burlaba la idea de poder. Lo cierto acerca de los palacios, en especial los de invierno, es que no todas sus habitaciones están ocupadas. De haberse quedado Lenin más tiempo en esta ciudad, sus ideas como estadista tal vez hubieran sido un poco más humildes, pero desde la edad de treinta años vivió casi dieciséis años en el extranjero, sobre todo en Alemania y Suiza, nutriendo sus teorías políticas. Sólo una vez, en 1905, regresó a Petersburgo, donde se quedó tres meses intentando organizar a los trabajadores contra el gobierno zarista, pero pronto se vio obligado a volver al extranjero, para reanudar sus politiqueos de café, sus partidas de ajedrez y sus lecturas de Marx. Esto no podía ayudarle a ser menos idiosincrático, pues el fracaso rara vez amplía las perspectivas.

En 1917, al enterarse en Suiza, a través de un transeúnte, de la abdicación del zar, Lenin, junto con un grupo de sus seguidores, abordó un tren que, con los vagones sellados, había facilitado el Estado Mayor alemán, que confiaba en ellos para que organizaran tareas de quinta columna detrás de las líneas rusas, y se dirigió a Petersburgo. El hombre que se apeó del tren en 1917, en la estación de Finlandia, contaba cuarenta y siete años, y ésta era, presumiblemente, su última jugada: tenía que ganar o hacer frente a la acusación de traición. Aparte de 12 millones de marcos alemanes, su único equipaje era el sueño de la revolución socialista mundial, que, una vez iniciada en Rusia, había de producir una reacción en cadena, y otro sueño que era el de convertirse en jefe del estado ruso a fin de ejecutar el primero. En aquel largo y traqueteante viaje de dieciséis años hasta la estación de Finlandia, ambos sueños se habían fusionado en un concepto de poder un tanto semejante a una pesadilla, pero, al trepar a aquel vehículo blindado, él no sabía que sólo una de estas cosas estaba destinada a convertirse en realidad.

Por consiguiente, no era tanto su ida a Petersburgo para hacerse con el poder como la idea de poder que se había adueñado de él mucho tiempo antes, lo que llevaba ahora a Lenin a Petersburgo. Lo que se describe en los libros de historia como la gran revolución socialista de Octubre fue, de hecho, un mero golpe de estado, y además incruento. Obedeciendo a la señal -un disparo de salva del cañón de proa del crucero Aurora -, un destacamento de la recientemente formada Guardia Roja entró en el Palacio de Invierno y arrestó a un puñado de ministros del Gobierno Provisional que mataban allí el tiempo, tratando en vano de ocuparse de Rusia después de la abdicación del zar. Los Guardias Rojos no encontraron ninguna resistencia, violaron a la mitad de las componentes de la unidad femenina que custodiaban el palacio, y saquearon los aposentos del mismo. En esta operación, dos Guardias Rojos fueron alcanzados por disparos y uno se ahogó en las bodegas donde se guardaba el vino. El único tiroteo que tuvo lugar en la Plaza del Palacio, con cuerpos desplomándose y el haz de un reflector surcando el cielo, fue el de Sergei Eisenstein.

Tal vez como referencia a la modestia de los hechos en aquella noche del 25 de octubre, la ciudad ha sido denominada en la propaganda oficial como «la cuna de la Revolución». Y cuna siguió siendo, una cuna vacía, y bien que le agradó ese status. Hasta cierto punto, la ciudad escapó a la carnicería revolucionaria. «No permita Dios -dijo Pushkin- que veamos el desastre ruso, insensato e inmisericorde», y Petersburgo no lo vio. La guerra civil ardió a su alrededor y en todo el país, y una grieta horrible traspasó la nación, escindiéndola en dos campos mutuamente hostiles, pero aquí, a orillas del Neva, por primera vez en dos siglos reinó la calma y la hierba empezó a brotar entre los adoquines de las plazas vacías y las losas de pizarra de las aceras. El hambre se cobró su factura y también la Cheka (el nombre de soltera de la KGB), pero, esto aparte, la ciudad se sumió en sí misma y en sus reflexiones.

Mientras el país, con su capital de nuevo en Moscú, se replegaba a su condición uterina, claustrofóbica y xenofóbica, Petersburgo, sin ningún lugar al que retirarse, hizo una pausa… como si la hubieran fotografiado en su postura del siglo XIX. Las décadas que siguieron a la guerra civil en poco la cambiaron: había nuevos edificios pero situados en su mayoría en los suburbios industriales. Además, la política general respecto a la vivienda era la de la llamada condensación, es decir, la de juntar a los desposeídos con los bienestantes. Así, cuando una familia tenía para sí todo un apartamento de tres habitaciones, 182 tenía que apiñarse en una de ellas para permitir que otras familias se acomodaran en las demás. Con ello, los interiores de la ciudad adquirieron un aspecto más a lo Dostoievski que nunca, mientras las fachadas se desconchaban y absorbían el polvo, ese bronceado de las épocas.

Quieta, inmovilizada, la ciudad seguía contemplando el paso de las estaciones. En Petersburgo, todo puede cambiar excepto su tiempo meteorológico. Y su luz. Es la luz septentrional, pálida y difusa, una luz en la que tanto la memoria como el ojo actúan con inusual nitidez. Bajo esta luz, y gracias a la rectitud y longitud de las calles, los pensamientos del caminante viajan más allá de su destino, y un hombre con visión normal puede distinguir a más de un kilómetro de distancia el número del autobús que se acerca o la edad del individuo que le viene siguiendo los pasos. En su juventud al menos, el hombre nacido en esta ciudad pasa tanto tiempo caminando como cualquier buen beduino. Y ello no se debe a la escasez o el precio de los vehículos (hay un excelente sistema de transporte público), ni a las colas de un kilómetro ante las tiendas de comestibles. Se debe a que andar bajo este cielo, a lo largo de los terraplenes de granito pardo de ese inmenso río gris, es en sí una prolongación de la vida y una escuela de visión lejana. Hay algo en la textura granular del pavimento de granito junto al curso constante de las aguas que se alejan, que instila en las suelas de cualquiera un deseo casi sensual de caminar. El viento procedente del mar, con su olor a algas, ha curado aquí muchos corazones sobresaturados de mentiras, desesperación e impotencia. Si esto es lo que conspira para esclavizar, el esclavo puede tener excusa.

Esta es la ciudad donde resulta algo más fácil soportar la soledad en comparación con cualquier otro lugar, porque la misma ciudad está solitaria. Proporciona un extraño consuelo la noción de que estas piedras nada tienen que ver con el presente y todavía menos con el futuro. Cuanto más se adentran las fachadas en el siglo XX, más desdeñosas parecen, ignorantes de estos nuevos tiempos y sus preocupaciones. La única cosa que las aviene con el presente es el clima, y se sienten más a sus anchas con el mal tiempo de finales de octubre o de una primavera prematura con sus chaparrones mezclados con nieve y sus aguaceros impetuosos y desorientados. O bien… en lo más muerto del invierno, cuando palacios y mansiones se ciernen sobre el río helado, con sus gruesos flecos y bufandas de nieve, como antiguos dignatarios imperiales envueltos hasta las cejas en sus suntuosos abrigos de pieles. Cuando la bola carmesí del sol poniente de enero pinta sus altas ventanas venecianas con oro líquido, el hombre aterido que cruza el puente a pie ve de pronto lo que Pedro veía en su mente cuando erigió esos muros: un espejo gigantesco para un planeta solitario. Y, mientras exhala vapor, casi se compadece de esas columnas desnudas con sus peinados dóricos, capturadas como si las hubieran plantado en ese frío implacable, en esa nieve que llega hasta las rodillas.

Cuanto más baja el termómetro, más abstracto es el aspecto de la ciudad. Veinticinco grados bajo cero ya es lo bastante fría, pero la temperatura sigue bajando como si, prescindiendo ya de gentes, río y edificios, buscara ideas, conceptos abstractos. Con el humo blanco flotando sobre los tejados, los edificios a lo largo de los terraplenes se parecen cada vez más a un tren parado que tuviera como destino la eternidad. En los parques y jardines públicos, los árboles parecen diagramas escolares de los pulmones humanos, con las negras cavernas de los nidos de cuervos. Y siempre a lo lejos, la dorada aguja de la cúspide del Almirantazgo trata, como una raya invertida, de anestesiar el contenido de las nubes. Y no hay manera de decir qué parece más incongruente ante semejante telón de fondo: si los hombrecillos de hoy o sus poderosos amos que circulan en negras limusinas atiborradas de guardaespaldas. Lo menos que puede decirse es que unos y otros se sienten bastante incómodos.

Ni siquiera a fines de los años treinta, cuando las industrias locales empezaron a alcanzar el nivel de producción anterior a la revolución, la población se había incrementado suficientemente, y estaba fluctuando más o menos cerca de la cifra de los dos millones. De hecho, el porcentaje de familias de antigua residencia (las que habían vivido en Petersburgo durante dos generaciones más) descendía constantemente a causa de la guerra civil, la emigración en los años veinte, y las «purgas» en los treinta. Vino después la segunda guerra mundial con los novecientos días de asedio, que se cobraron casi un millón de vidas, tanto por los bombardeos como por el hambre. El asedio es la página más trágica en la historia de la ciudad, y pienso que fue entonces cuando el nombre de «Leningrado» fue aceptado finalmente por los habitantes que sobrevivieron, casi como un tributo a los muertos; es difícil discutir con inscripciones en las lápidas de las tumbas. Súbitamente, la ciudad pareció mucho más vieja; era como si la Historia hubiese reconocido finalmente su existencia y decidido ponerse al día con este lugar a su morbosa manera: amontonando cadáveres. Hoy, treinta y tres años más tarde, pese a haber sido repintados y estucados, los techos y las fachadas de esta ciudad inconquistada todavía parecen conservar, semejantes a manchas, las huellas de los últimos jadeos y las últimas miradas de sus habitantes. O tal vez se trate, simplemente, de mala pintura y mal estuco.

Hoy, la población de esta ciudad linda en los cinco millones, y a las ocho de la mañana los abarrotados tranvías, autobuses y trolebuses cruzan con estrépito los numerosos puentes, trasladando sus percebes humanos a sus fábricas y oficinas. La política de la vivienda ha pasado de la «condensación» a la construcción de nuevas estructuras en las afueras, cuyo estilo se parece a todo lo demás que se encuentra en el mundo y es conocido popularmente como «barrackko». Es un gran mérito de los padres de la ciudad actual el haber conservado virtualmente intacto el núcleo principal de la misma. No hay aquí rascacielos ni bucles de autopistas. Rusia tiene un motivo arquitectónico para agradecer la existencia del Telón de Acero, ya que éste la ayudó a retener una identidad visual. Hoy en día, cuando uno recibe una tarjeta postal, necesita un buen rato para averiguar si ha sido enviada desde Caracas, en Venezuela, o desde Varsovia, en Polonia.

No es que a los padres de la ciudad no les agradaría inmortalizarse a sí mismos en vidrio y hormigón, pero en cierto modo no se atreven. Cualquiera que sea su valía, también ellos caen bajo el hechizo de la ciudad, y sólo osan, como máximo, erigir aquí o allá un hotel moderno donde todo es obra de constructores extranjeros (finlandeses)…, con la excepción, claro está, de la instalación telefónica y la eléctrica, ya que éstas sólo obedecen al know-how ruso. En general, estos hoteles están destinados a atender tan sólo a turistas extranjeros, a menudo los propios finlandeses, debido a la proximidad de su país con Leningrado.

La población se divierte en casi un centenar de cines y una docena de teatros de comedia, ópera y ballet; hay también dos enormes estadios de fútbol y la ciudad sostiene dos equipos profesionales de fútbol y uno de hockey sobre hielo. En general, los deportes cuentan con un importante apoyo oficial, y aquí se sabe que el más entusiasta de los forofos del hockey sobre hielo vive en el Kremlin. Sin embargo, en Leningrado, como en toda Rusia, el pasatiempo principal es «la botella». En lo que se refiere a consumo de alcohol, esta ciudad es ciertamente la ventana sobre Rusia, y a fe que está abierta de par en par. A las nueve de la mañana, es más frecuente ver un borracho que un taxi. En la sección de vinos de las tiendas de comestibles, siempre cabe encontrar un par de hombres con la misma expresión vacua pero inquisidora en sus caras: están buscando «un tercero» con el que compartir el precio y el contenido de una botella. El precio se comparte ante la cajera y el contenido… en el umbral más cercano. En la semioscuridad de esas entradas reina, en su más alta manifestación, el arte de dividir medio litro de vodka en tres partes iguales sin que sobre ni una gota. Allí se originan amistades extrañas e inesperadas, pero a veces imperecederas, así como los crímenes más sórdidos. Y aunque la propaganda condena el alcoholismo, verbalmente y en letra impresa, el estado continúa vendiendo vodka e incrementando los precios, porque «la botella» es la fuente de los mayores ingresos del estado: su costo es de cinco kopecks y se vende a la población por cinco rublos, lo que equivale a un beneficio del 9.900 por ciento.

Pero el hábito de la bebida no es una rareza entre los que viven junto al mar. Los rasgos más característicos de los leningradenses son: mala dentadura (debido a la falta de vitaminas durante el asedio), claridad en la pronunciación de las sibilantes, aptitud para reírse de sí mismos, y un cierto grado de altivez respecto al resto del país. Mentalmente, esta ciudad es todavía la capital, y es a Moscú lo que Florencia es a Roma o lo que Boston es a Washington. Como algunos de los personajes de Dostoievski, Leningrado siente orgullo y un placer casi sensual al verse «inidentificado», rechazado, y sin embargo sabe perfectamente que, para todo aquél cuya lengua materna sea el ruso, la ciudad es más real que cualquier otro lugar en el mundo donde se oiga este idioma.

Y es que existe el segundo Petersburgo, el que está hecho de versos y de prosa rusa. Esa prosa es leída y releída y los versos se aprenden de memoria, aunque sólo sea porque en las escuelas soviéticas se obliga a los niños a memorizarlos si quieren aprobar sus cursos. Y es esta memorización lo que asegura el status de la ciudad y su lugar en el futuro -mientras exista este lenguaje-, y transforma a los escolares soviéticos en el pueblo ruso.

El año escolar suele concluir a fines de mayo, cuando llegan a esta ciudad las Noches Blancas, para quedarse durante todo el mes de junio. Una noche blanca es una noche en la que el sol abandona el cielo apenas un par de horas, un fenómeno muy familiar en las latitudes septentrionales. Es la época más mágica en la ciudad, cuando se puede escribir o leer sin lámpara a las dos de la madrugada, y cuando los edificios, exentos de sombras y con sus tejados perfilados en oro, parecen piezas de frágil porcelana. Hay tanto silencio en derredor que casi puede oírse el tintineo de una cuchara que se caiga en Finlandia. El matiz rosado y transparente del cielo es tan tenue que el azul pálido de acuarela del río casi no logra reflejarlo. Y los puentes están alzados, como si las islas del delta se hubieran soltado las manos y empezado lentamente a derivar, dando vueltas en la corriente principal, hacia el Báltico. En estas noches, cuesta dormirse, porque hay demasiada luz y porque cualquier sueño será inferior a su realidad. Allí donde un hombre no proyecta sombra, como el agua.
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