Joseph Brodsky. Marca De Agua (2)

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Por profesión, o más bien por el efecto acumulativo de lo que he estado haciendo durante años, soy escritor; por oficio, sin embargo, soy universitario, profesor. Las vacaciones de invierno en mi instituto son de cinco semanas, y ello explica en parte la duración de mis peregrinaciones hasta aquí -pero sólo en parte-. Lo que el Paraíso y las vacaciones tienen en común es que hay que pagar por ambos, y que la moneda a emplear es tu vida anterior. Es razonable, pues, que mi romance con esta ciudad -con esta ciudad en esta estación en particular- haya comenzado hace mucho: mucho antes de que hubiese aprendido cosas con las que ganar dinero, mucho antes de que pudiera pagarme mi pasión.

En 1966 -yo tenía por entonces veintiséis años-, un amigo me dejó tres novelas cortas de un escritor francés, Henri de Régnier, traducidas al ruso por el maravilloso poeta Mikhail Kuzmin. En aquella época, lo único que yo sabía de Régnier es que era uno de los últimos parnasianos, un buen poeta, aunque no extraordinario. Lo único que sabía de Kuzmin era, de memoria, un puñado de sus Cantos alejandrinos y de sus Pichones de barro -además de conocer su reputación de gran esteta, devoto ortodoxo y homosexual declarado-, creo, en ese orden.

Cuando conseguí aquellas novelas, tanto su autor como su traductor estaban muertos hacía tiempo. También los libros estaban moribundos: ediciones en rústica, publicadas a finales de los años treinta, sin encuadernación que destacar, se deshacían en las manos. No recuerdo los títulos ni el editor; en realidad, también mi memoria de sus argumentos es muy vaga. No sé por qué, tengo la impresión de que uno de ellos se llamaba Fiestas provinciales, pero no estoy seguro. Podría verificarlo, pero ocurre que el amigo que me los prestó murió hace un año; y no lo haré.

Eran una mezcla de picaresca y novelas de detectives, y al menos una de ellas, la que yo llamo para mí Fiestas provinciales, se desarrollaba en Venecia en invierno. Su atmósfera era crepuscular y amenazante, su topografía agravada con espejos; los principales sucesos tenían lugar al otro lado del azogue, en el interior de cierto palazzo abandonado. Como muchos libros de los años veinte, era bastante breve -unas doscientas páginas, no más- y su ritmo era rápido. El tema era el habitual: amor y traición. Lo principal: el libro estaba escrito en capítulos cortos, de una página o página y media. De su ritmo obtuve la sensación de calles estrechas, húmedas, frías, por las que huir al atardecer, con la percepción cada vez más agudizada, volviéndose a derecha e izquierda. Para alguien nacido donde yo nací, la ciudad que surgía de aquellas páginas era fácil de reconocer y evocaba una especie de extensión de Petersburgo en una historia mejor, por no hablar de la latitud. Sin embargo, lo que más me importó en el impresionante escenario al que llegué a través de esa novela fue que me enseñara la lección más crucial en composición, a saber, que lo que determina que un relato sea bueno no es la historia misma, sino qué viene después de qué. Sin darme cuenta, di en asociar ese principio con Venecia. Si el lector padece en este momento, es por eso.

En una ocasión posterior, otro amigo, que aún vive, me dio un maltrecho ejemplar de la revista Life con una asombrosa fotografía en color de San Marcos cubierto de nieve. Algo más tarde, una muchacha a la que yo cortejaba me regaló por mi cumpleaños una tira plegada de postales sepia que su abuela había traído de una luna de miel prerrevolucionaria en Venecia, y las estudié larga y detenidamente con ayuda de mi lupa. Luego, mi madre sacó de Dios sabe dónde un retal cuadrado de un tapiz barato, un trapo en realidad, en que se representaba el Palazzo Ducale, que fue a cubrir el cabezal de mi sofá turco -resumiendo así la historia de la república bajo mi esqueleto-. Y, por añadidura, una pequeña góndola de cobre traída por mi padre de su período de servicio en China, que tenían sobre el tocador, llena de botones perdidos, agujas, sellos de correos y -en cada vez mayor cantidad- píldoras y ampollas. Entonces, el amigo que me había dado las novelas de Régnier y que murió hace un año me llevó a una proyección semioficial de la copia clandestina -y por ello en blanco y negro-de La muerte en Venecia de Visconti, con Dirk Bogarde. Lamentablemente, no había gran cosa que decir de ella; además, tampoco la novela me gustó mucho nunca. No obstante, la larga secuencia inicial con Mr. Bogarde en una tumbona, a bordo de un vapor, me hizo olvidar de la interferencia de los créditos y sentir pesar por no encontrarme mortalmente enfermo; aún hoy siento ese pesar.

Después vino la veneciana. Comencé a percibir que esta ciudad, de un modo u otro, pasaba inesperadamente a ocupar el centro, vacilando en el borde de lo tridimensional. Era un blanco y negro, como conviene a lo que surge de la literatura, o del invierno; luz aristocrática, oscura, fría, débil, con punteados de Vivaldi o Cherubini en el fondo, con cuerpos femeninos vestidos por nubes a la manera de Bellini/Tiépolo/Tiziano. Y me prometí a mí mismo que, si alguna vez escapaba de mi imperio, si alguna vez esa sirena huía del Báltico, lo primero que haría sería venir a Venecia, alquilar una habitación en la planta baja de algún palazzo para que las olas levantadas por el paso de las embarcaciones salpicaran mi ventana, escribir un par de elegías apagando mis cigarrillos en el húmedo suelo de piedra, toser y beber, y, cuando el dinero estuviera a punto de agotarse, en vez de coger un tren, comprarme una pequeña Browning y volarme los sesos, incapaz de morir en Venecia por causas naturales.

Un sueño perfectamente decadente, desde luego; pero, a los veintiocho años, quien tiene un poco de cerebro es un tanto decadente. Además, ninguna de las partes del proyecto era factible. Sólo cuando, a los treinta y dos años, me encontré de pronto en las entrañas de un continente distinto, en el corazón de América, utilicé la primera paga de la universidad para poner en escena la mejor parte de aquel sueño y compré un billete de ida y vuelta Detroit-Milán-Detroit. El avión estaba lleno de italianos empleados en la Ford y en la Chrysler, que iban a pasar la Navidad en su tierra. Al abrirse la venta de productos libres de impuestos, en mitad del vuelo, se precipitaron hacia la parte trasera del avión y, durante un momento, tuve la visión de un viejo 707 volando sobre el Atlántico como un crucifijo: las alas extendidas, la cola baja. Luego vino el viaje en tren, con la única persona que conocía en la ciudad al final. El final fue frío, húmedo, en blanco y negro. La ciudad pasó a ocupar el centro. «Y la tierra era caótica, y vacía, y las tinieblas cubrían la superficie del abismo. Y el Espíritu de Dios aleaba sobre la superficie de las aguas», por citar a un autor que estuvo aquí antes que yo. Entonces llegó aquella mañana siguiente. Era domingo, y repicaban todas las campanas.

Siempre compartí la idea de que Dios es tiempo, o, al menos, de que Su espíritu lo es. Quizás esta idea sea de mi propia factura, pero ahora no lo recuerdo. En todo caso, siempre pensé que si el Espíritu de Dios aleaba sobre la superficie de las aguas, las aguas debían de reflejarlo. De ahí mis sentimientos hacia las aguas, sus oscilaciones, sus pliegues, sus ondas y -soy septentrional- su grisura. Sencillamente, creo que el agua es la imagen del tiempo, y cada víspera de Año Nuevo, de manera un tanto pagana, trato de encontrarme cerca del agua, preferiblemente cerca de un mar o de un océano, para ver emerger de ella una nueva porción, una nueva taza de tiempo. No busco una doncella desnuda sobre una concha; busco una nube o la cresta de una ola al romper a medianoche contra la orilla. Eso, para mí, es tiempo que sale del agua, y me quedo mirando el dibujo como de encaje que deposita en la costa, no con un saber de adivino, sino con ternura y con gratitud.

Esa es la manera en que, y, en mi caso, la razón por la cual, poso los ojos sobre esta ciudad. No hay nada de freudiano en esta fantasía, ni de específicamente cordado, aunque seguramente cabría establecer alguna conexión evolutiva -si no plenamente atávica- o autobiográfica entre el dibujo que una ola deja sobre la arena y el examen que de ella haga un descendiente del ictiosaurio, un monstruo él mismo. El limpio encaje de las fachadas venecianas es el mejor rastro que el tiempo/agua haya dejado jamás en térra firma. Más: existe sin duda una correspondencia -si no una total dependencia- entre la naturaleza rectangular de esos exhibidores de encaje -v.g., los edificios locales- y la anarquía del agua que rechaza la noción de forma. Es como si el espacio, consciente aquí, más que en ningún otro sitio, de su inferioridad respecto del tiempo, le respondiera con la única propiedad que el tiempo no posee: con la belleza. Y es por ello que el agua toma esa respuesta, la vuelve, la golpea, la abre, pero suele dejarla intacta en el Adriático.

El ojo adquiere en esta ciudad una autonomía similar a la de la lágrima. La única diferencia es que no se separa del cuerpo, sino que lo subordina totalmente. Pasado un tiempo -al tercero o cuarto día aquí-, el cuerpo empieza a considerarse a sí mismo tan sólo como el portador del ojo, como una especie de submarino a su periscopio ora dilatado, ora estrábico. De más está decir que, pese a todos sus objetivos, se perjudica invariablemente a sí mismo con sus explosiones: es nuestro corazón, nuestra mente, lo que se hunde. Ello, por supuesto, se debe a la topografía local, a las calles -estrechas, sinuosas como anguilas- que finalmente llevan al encuentro de un campo con una catedral en medio, recubierta de santos y haciendo gala de sus cúpulas como medusas. No importa el motivo por el que uno crea salir de casa aquí, tiene que perderse en esos largos, espiralados callejones y pasajes que seducen la mirada y la llevan a perderse en ellos, a seguirlos hasta su elusivo final, que generalmente da al agua, de modo que nunca se los puede llamar cul-de-sac. En el mapa, esta ciudad tiene el aspecto de dos grandes pescados asados compartiendo una fuente, o quizás el de dos pinzas de langosta casi solapadas (Pasternak lo comparó con el de un croissant hinchado); pero no tiene norte, sur, este ni oeste; la única dirección que se puede seguir en ella es hacia los lados. Uno se siente rodeado de algas heladas, y cuanto más ansioso se pone tratando de orientarse, más se pierde. Las flechas amarillas de las intersecciones no sirven tampoco de gran cosa, porque también se tuercen. En realidad, contribuyen a la proliferación de las algas. Y en la elocuente y ondeante mano del nativo al que se detiene para preguntar por una dirección, el ojo, olvidando su balbuceante A destra, a sinistra, dritto, dritto, distingue fácilmente un pez.

Una red atrapada por algas heladas puede ser una metáfora superior. Dada la escasez de espacio, la gente vive aquí en una proximidad celular, y la existencia evoluciona de acuerdo con la inmanente lógica de la murmuración. El propio imperativo territorial está circunscrito en esta ciudad por el agua; los postigos no impiden tanto el paso de la luz o el ruido (que es mínimo) como de lo que podría emanar del interior. Cuando están abiertos, los postigos parecen alas de ángeles entrometidos en los sórdidos asuntos de alguien y, como las distancias entre las estatuas de las cornisas, la interacción humana adquiere visos de orfebrería o, aún más exactamente, de filigrana. En sitios así, uno llega a ser más sigiloso y estar mejor informado que la policía en las dictaduras. Tan pronto como se traspone el umbral del propio apartamento, especialmente en invierno, se cae en las garras de todos los rumores, conjeturas y fantasías concebibles. Si uno sale en compañía, al día siguiente, en el colmado o el puesto de periódicos, puede tropezar con una mirada de indagación bíblica incomprensible, cabe pensar, en un país católico. Si uno demanda a alguien aquí, o viceversa, debe contratar un abogado de fuera. Un viajero, por supuesto, disfruta de esta clase de cosas; un nativo, no. El que un pintor haga bocetos o un aficionado fotografía, no divierte al ciudadano. No obstante, la insinuación como principio de la planificación urbana (noción que sólo emerge aquí con el beneficio de la posterioridad) es mejor que cualquier red moderna y sintoniza con los canales locales, siguiendo el ejemplo del agua, que, como las habladurías, no tiene fin. En este sentido, el ladrillo es, sin duda, más poderoso que el mármol, aunque ambos sean inexpugnables para el forastero. A pesar de todo, una o dos veces, en estos diecisiete años, logré insinuarme en un sacro interior veneciano, en aquel laberinto del otro lado del azogue que Régnier describía en Fiestas provinciales. Ocurrió por un camino tan indirecto que ya ni siquiera recuerdo los detalles, porque no alcanzo a visualizar todas aquellas vueltas y revueltas que me llevaron a entrar al laberinto entonces. Alguien le dijo algo a alguien, mientras otro personaje, del que no se suponía que estuviese allí, telefoneaba a un cuarto, de resultas de lo cual fui invitado una noche a una fiesta dada por el enésimo en su palazzo.


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