Joseph Brodsky. Marca De Agua (1)

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Para Robert Morgan

Hace muchas lunas, el dólar estaba a 870 liras y yo tenía treinta y dos años. También el globo terráqueo era dos mil millones de almas más ligero, y el bar de la stazione a la que acababa de llegar en aquella fría noche de diciembre estaba vacío. Esperé allí a que la única persona a la que conocía en aquella ciudad fuese a buscarme. Llegó bastante tarde.

No hay viajero que no conozca esa ansiedad: esa mezcla de fatiga y aprensión. Es el momento en que se miran con inquietud los relojes y los tableros de horarios, en que se escruta el mármol varicoso bajo los propios pies, en que se inhala amoníaco y ese olor mate que desprende en las frías noches de invierno el hierro fundido de las locomotoras. Hice todo eso.

Con excepción del bostezante camarero y de la matrona de la caja, inmóvil como un buda, no había nadie a la vista. Sin embargo, no nos éramos de ninguna utilidad: mi única moneda en su lengua, el término «espresso», ya estaba gastada; la había empleado dos veces. También les había comprado mi primer paquete de lo que en los años siguientes llegaría a significar «Merde Statale», «Movimento Sociale» y «Morte Sicura»: mi primer paquete de MS. De modo que cogí mis maletas y salí de allí. En el improbable caso de que algún ojo se fijara en mi London Fog blanca y mi Borsalino marrón oscuro, éstos tenían que proporcionarle una silueta familiar. La noche misma, en efecto, no debía de tener dificultad alguna en absorberla. El mimetismo, supongo, ocupa un puesto importante entre las prioridades de cualquier viajero, y la Italia que yo tenía en mente en aquel momento era una combinación de películas en blanco y negro de los años cincuenta con el igualmente monocromo ambiente de mi oficio. Así, el invierno era mi estación; lo único que me faltaba, pienso, para parecer un bohemio local o carbonaro era una bufanda. Por lo demás, me sentía casi invisible y adecuado para fundirme con el fondo o rellenar un fotograma en un relato policial de bajo presupuesto o, más probablemente, en un melodrama.

Era una noche ventosa y, antes de que mi retina registrara nada, me arrebató un sentimiento de absoluta felicidad: mis narices recibieron el golpe de lo que, para mí, había sido siempre su sinónimo, el olor de algas heladas. Para algunos, es la hierba o el heno recién cortados; para otros, los aromas navideños de las agujas de coníferas y de mandarinas. Para mí, son las algas heladas, debido, en parte, a los aspectos onomatopéyicos de la propia unión de términos (en ruso, un alga es un maravilloso vodorosli) y, en parte, a un cierto absurdo y un oculto drama subacuático en esa noción. Uno se reconoce a sí mismo en ciertos elementos; en el momento en que aspiré ese olor en la escalinata de la stazione, dramas y absurdos hasta entonces ocultos se convirtieron en mi punto fuerte.

Indudablemente, había que atribuir la atracción ejercida por aquel olor a una infancia pasada junto al Báltico, el hogar de aquella sirena errante del poema de Montale. Y, sin embargo, yo tenía mis dudas acerca de esa atribución. En primer lugar, aquella infancia no era tan feliz (una infancia rara vez lo es; tiende a ser una escuela de mortificación e inseguridad); y, en cuanto al Báltico, habría que ser una verdadera anguila para eludir lo que a mí me tocó. En cualquier caso, es difícil que tal infancia alcanzara a ser objeto de nostalgia. La fuente de aquella atracción, sentí siempre, se encontraba en otro sitio, más allá de los confines de la biografía, más allá de nuestra estructura genética -en algún lugar del hipotálamo, que almacena las impresiones que de su ámbito natural tenían nuestros ancestros cordados: por ejemplo, el mismo ictio que dio lugar a esta civilización. Si aquel ictio era feliz, es otra cuestión.

Un olor es, en definitiva, una violación del nivel de oxígeno, una invasión de este elemento por otros -¿metano? ¿carbono? ¿azufre? ¿nitrógeno?-. Según la intensidad de esa invasión, se tiene un aroma, un olor, un hedor. Es un asunto molecular, y la felicidad, supongo, es el momento en que descubrimos que los elementos que nos componen están en libertad. Los había en un número considerable allá afuera, en un estado de total libertad, y sentí que entraba en mi autorretrato en el aire frío.

Oscuras siluetas de cúpulas y tejados de iglesias cubrían todo el telón de fondo; un puente se arqueaba sobre la negra curva de un curso de agua, cuyos extremos alcanzaban el infinito. Por la noche, en el extranjero, el infinito se encuentra a la altura de la última farola, y aquí estaba a veinte metros. Había una gran calma. De tanto en tanto, pasaban unas pocas embarcaciones débilmente iluminadas, perturbando con sus hélices el reflejo de un gran cartel luminoso de cinzano que trataba de asentarse sobre la negra capa de grasa de la superficie del agua. Mucho antes de que lo lograra, retornaría el silencio.

Tenía la impresión de llegar a provincias, a algún lugar desconocido e insignificante -posiblemente el lugar de mi nacimiento-, al cabo de años de ausencia. En no escasa medida, debía esa sensación a mi propio anonimato, al absurdo de una figura solitaria en la escalinata de la stazione: un blanco fácil para el olvido. También era una noche de invierno. Y recordé la línea abierta de uno de los poemas de Umberto Saba que había traducido hacía mucho tiempo, en una encarnación anterior, al ruso: «En las profundidades del bravío Adriático…». En las profundidades, pensé, en el monte, en un rincón perdido del bravío Adriático… No había hecho más que dar una vuelta, había visto la stazione en todo su rectangular esplendor de neón y urbanidad, había visto grandes letras que ponían venezia. Aún no. El cielo estaba lleno de estrellas de invierno, como suele ocurrir en provincias. En todas partes, al parecer, un perro podía ladrar a lo lejos o se alcanzaba a oír un gallo. Con los ojos cerrados, contemplé un manojo de algas heladas expuesto sobre una roca húmeda, tal vez vidriada por el hielo, en algún lugar del universo, sin conciencia de su situación. Yo era aquella roca, y mi palma izquierda era aquel expuesto manojo de algas. Entonces, una embarcación grande, plana, una suerte de cruce entre una lata de sardinas y un sandwich, emergió de la nada y golpeó con un ruido sordo el embarcadero de la stazione. Un puñado de gente desembarcó con decisión y pasó por delante de mí, corriendo escaleras arriba, hacia la terminal. Entonces vi a la única persona a la que conocía en aquella ciudad; la visión fue fabulosa.

La había visto por primera vez varios años antes, en aquella misma encarnación anterior: en Rusia. La visión había llegado hasta allí bajo el disfraz de una eslavista, una especialista en Mayakovsky, para ser exactos. Aquello estuvo a punto de descalificar la visión como tema de interés a los ojos de la camarilla a la cual yo pertenecía. Lo que no daba la medida de sus virtudes visibles. Un metro sesenta, de huesos menudos, piernas largas, rostro delgado, con cabellos castaños y ojos como almendras, como avellanas, con un ruso pasable en aquellos labios maravillosos de sonrisa deslumbrante, magníficamente vestida de ante ligero como el papel y sedas a juego, oliendo a un perfume fascinante, desconocido para nosotros, la visión era, con mucho, la hembra más elegante que jamás hubiese puesto un fantástico pie entre nosotros. Era de las que humedecen los sueños de los hombres casados. Además, era veneciana.

De modo que hicimos poco caso de su adscripción al PC italiano y de su correspondiente sentimiento hacia los inocentones de nuestra vanguardia de los años treinta, atribuyendo ambas cosas a la frivolidad occidental. Aun de haber sido una fascista confesa, creo que no la hubiésemos deseado menos. Era realmente asombrosa, y cuando, más tarde, se enamoró del peor de los imbéciles posibles de la periferia de nuestro círculo, un mastuerzo bien pagado de origen armenio, la respuesta común fue de estupefacción e ira, antes que de celos o de pesar viril. Desde luego, puestos a considerarlo, uno no debe enfadarse con un trozo de fino encaje manchado por algunos fuertes jugos étnicos. Sin embargo, nosotros lo hicimos. Porque era más que una decepción: era una traición del tejido.

Por aquellos días, uníamos el estilo con la sustancia, la belleza con la inteligencia. Después de todo, éramos un grupo libresco y, a cierta edad, si uno cree en la literatura, supone que todo el mundo comparte, o debería compartir, su convicción y su gusto. Sólo quien nos parece elegante es de los nuestros. Con toda inocencia respecto del mundo exterior, de Occidente en particular, ignorábamos todavía que el estilo se podía comprar al por mayor, que la belleza podía ser tan sólo una mercancía. De modo que contemplábamos la visión como la dimensión física y la corporización de nuestros ideales y principios, y lo que ella usaba, cosas transparentes incluidas, pertenecía a la civilización.

Tan fuerte era esa asociación, y tan hermosa era la visión, que aún ahora, años más tarde, siendo un hombre de otra edad y, en cierto modo, de otro país, comencé a deslizarme inconscientemente hacia las viejas maneras. Lo primero que le pregunté, apretado contra su abrigo de nutria en la cubierta del atestado vaporetto, fue su opinión sobre los Motetes de Montale, publicados hacía poco. Los familiares destellos de sus perlas, treinta y dos de las mejores, reflejados por el centelleo del borde de su pupila avellanada y ascendidos a la plata derramada de la Vía Láctea, allá arriba, fue todo lo que obtuve por respuesta, pero eso era mucho. Quizá preguntar por lo más nuevo en el corazón de la civilización fuese una tautología. Quizá, sencillamente, fuese descortés, puesto que no se trataba de un autor local.

El lento avance de la embarcación en medio de la noche era como el paso de un pensamiento coherente por el subconsciente. A ambos lados, metidos hasta las rodillas en una agua negra como la pez, se alzaban los enormes cuerpos esculpidos de oscuros palazzi llenos de inconcebibles tesoros, con toda probabilidad oro, a juzgar por el amarillo pálido de la luz eléctrica que escapaba de tanto en tanto por los resquicios de las contraventanas. La impresión dominante era mitológica, ciclópea, para ser preciso: había entrado en aquel infinito contemplado en la escalinata de la stazione y ahora se movía entre sus habitantes, junto al grupo de durmientes cíclopes que yacían en el agua negra y, de vez en cuando, levantaban y bajaban un párpado.

La visión envuelta en piel de nutria, que iba a mi lado, comenzó a explicarme en voz más bien baja que me llevaba a mi hotel, donde había reservado una habitación, que quizá nos viésemos al día siguiente, o al otro, que le gustaría presentarme a su marido y a su hermana. Me agradó el silencio en su voz, aunque se adecuaba a la noche más que el mensaje, y repliqué en el mismo tono conspirativo que siempre es un placer conocer parientes potenciales. Era un poco fuerte para el momento, pero ella rió, en la misma forma opaca, llevando una mano, cubierta por un guante de piel marrón, a sus labios. Los pasajeros que nos rodeaban, en su mayoría de pelo oscuro, y cuyo número era responsable de nuestra proximidad, estaban inmóviles y sus ocasionales comentarios eran igualmente apagados, como si el contenido de sus intercambios fuese también de naturaleza íntima. Entonces el cielo fue oscurecido durante un instante por el enorme paréntesis de mármol de un puente y de pronto todo se llenó de luz. «Rialto», dijo ella en su voz normal.

Hay algo primigenio en los viajes por agua, aun en distancias cortas. Se nos hace saber que no se espera que nos encontremos allí, no tanto por medio de los ojos, las orejas, la nariz, el paladar o las palmas de las manos, como por medio de los pies, que se sienten raros al actuar como órganos sensoriales. El agua altera el principio de horizontalidad, especialmente durante la noche, cuando su superficie parece pavimento. No importa cuan sólido sea su sustituto -la cubierta- bajo los pies, sobre el agua se está algo más alerta que en tierra, se tiene un mayor dominio de las propias facultades. Sobre el agua, por ejemplo, nunca se va distraído como por la calle: las piernas nos mantienen, y mantienen nuestros sentidos, en constante verificación, como si uno fuese una especie de compás. Bueno, tal vez lo que aguza los sentidos cuando viajamos por agua sea en realidad un eco remoto, indirecto, de los viejos cordados. De todos modos, la percepción del otro se intensifica sobre el agua, como si un peligro común y compartido la realzara. La pérdida del rumbo es una categoría psicológica, tanto como lo es náutica. Sea como fuere, durante los diez minutos siguientes, aunque nos desplazáramos en la misma dirección, vi que la flecha que indicaba el rumbo de la única persona a la que conocía en aquella ciudad y la que indicaba el mío, divergían en, al menos, 45 grados. Muy probablemente porque esa parte del Canal Grande estaba mejor iluminada.
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