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Para entonces, Auden tenía casi sesenta y seis años. « Tuve que trasladarme a Oxford. Mi salud es buena, pero he de tener a alguien que me cuide.» Por lo que pude ver, al visitarle allí en enero de 1973, sólo le cuidaban las cuatro paredes del cottage del siglo XVI que le había cedido el colegio, y la sirvienta. En el comedor, los alumnos de la facultad le apartaban a empellones del bufete. Supuse que se trataba tan sólo de modales escolares ingleses, cosa propia de chicos. Sin embargo, al mirarlos no pude dejar de recordar una más de aquellas cegadoras aproximaciones de Wystan: la «trivialidad de la arena».

Esta estupidez era, simplemente, una variación sobre el tema de la sociedad que no tiene obligación alguna respecto a un poeta, en especial un poeta viejo. Es decir, la sociedad escucharía a un político de edad comparable, o incluso más viejo, pero no a un poeta. Hay toda una variedad de motivos para ello, que van desde los antropológicos hasta los sicofánticos, pero la conclusión es evidente e inevitable: la sociedad no tiene derecho a quejarse si un político la perjudica, pues, como Auden dijo en su Rimbaud:

But in that child the rhetoncian's lie

Burst like a pipe: the cold bad made a poet.

«Pero en ese muchacho la mentira del retórico / reventó como una cañería: el frío había creado un poeta.»

Y si la mentira explota así en ese «muchacho», ¿qué le ocurre en el anciano que siente el frío con mayor intensidad? Por presuntuoso que ello pueda parecer al proceder de un extranjero, el trágico logro de Auden como poeta fue, precisamente, el haber deshidratado su verso de toda clase de engaño, tanto si era el de un retórico como el de un bardo. Este tipo de cosa le aliena a uno, no sólo de los miembros de la facultad, sino también de sus propios compañeros en su actividad, ya que en cada uno de nosotros existe aquel jovenzuelo con granos en la cara y sediento de la incoherencia de la elevación.

Al tornarse crítica, esta apoteosis de los granos contemplaría la ausencia de elevación como flojedad, pereza, charlatanería, declive. No se les ocurriría a los de esta especie que un poeta ya envejecido tiene derecho a escribir peor -si es que efectivamente lo hace- y que nada hay tan desagradable como una vejez indecorosa que «descubra el amor» y los trasplantes de glándulas de mono. Entre el bullicioso y el prudente, el público siempre elegirá al primero (y no porque tal elección refleje su estructura demográfica o por el hábito «romántico» de los poetas en cuanto a morir jóvenes, sino a causa de la resistencia innata de la especie en lo tocante a pensar en la senectud, y menos en sus consecuencias). Lo triste en este aferrarse a la inmadurez es que, en sí, esta condición dista de ser permanente. ¡Ah, si lo fuera! Entonces, todo podría explicarse a través del temor de la especie a la muerte. Entonces, todas aquellas «Poesías selectas» de tantos poetas serían tan inocuas como los ciudadanos de Kirchstetten al rebautizar su «Hinterholz». Si sólo se tratara del miedo a la muerte, los lectores y en especial los críticos apreciativos deberían haber puesto fin a sus días unos tras otros. Pero esto no ocurre.

La historia real tras el hecho de que nuestra especie se aferre a la inmadurez es mucho más triste. No tiene que ver con la desgana del hombre respecto a conocer la muerte, sino con su negativa a enterarse de la vida. Y sin embargo, la inocencia es la última cosa que cabe sustentar naturalmente. Por esto los poetas -en especial aquellos que vivieron largo tiempo- deben ser leídos en su integridad, no en selecciones. El comienzo sólo tiene sentido mientras haya un final, pues, a diferencia de los escritores de ficción, los poetas nos cuentan toda la historia, y no sólo en función de sus experiencias y sentimientos reales, sino -y esto es lo más pertinente para nosotros- en función del propio lenguaje, en función de las palabras que finalmente escogen.

Un hombre de edad ya provecta, si todavía sostiene una pluma, tiene una opción entre escribir memorias o llevar un diario. Por la misma naturaleza de su oficio, los poetas son escritores de diarios. A menudo contra su propia voluntad, mantienen el camino más sincero de lo que les está ocurriendo (a) a sus almas, ya se trate de una expansión del alma o -con mayor frecuencia- de su encogimiento, y (b) a su sentido del lenguaje, pues ellos son los primeros para los cuales las palabras se tornan comprometidas o devaluadas. Nos agrade o no, estamos aquí para aprender, no sólo lo que el tiempo le hace al hombre, sino lo que el lenguaje le hace al tiempo. Y los poetas, no lo olvidemos, son aquellos «para los cuales él (el lenguaje) vive». Es esta ley la que enseña a un poeta mayor rectitud de lo que puede enseñarle cualquier credo.

Por esta razón es posible edificar mucho sobre W. H. Auden. No sólo porque murió a una edad que doblaba la de Cristo, o a causa del «principio de repetición» de Kierkegaard. Sirvió, simplemente, a una infinitud mayor de la que normalmente reconocemos, y aporta un buen testimonio respecto a su disponibilidad, y, lo que es más, hizo que se mostrara hospitalaria. Para decir lo mínimo, cada individuo debiera conocer al menos a un poeta de una cubierta a otra de libro: si no como guía a través del mundo, sí como vara de medición del lenguaje. W. H. Auden serviría muy bien en ambos aspectos, aunque sólo fuera por sus respectivas semejanzas con el infierno y el limbo.

Fue un gran poeta (lo único incorrecto en esta frase es su tiempo en pasado, ya que invariablemente la naturaleza del lenguaje pone en presente los logros de uno en él), y me considero inmensamente afortunado por haberle conocido. Pero de no haberle conocido en absoluto, seguiría existiendo la realidad de su obra. Hay que sentirse agradecido al destino por haber estado expuesto a esta realidad, por la esplendidez de estos dones, tanto más valiosos cuanto que no iban destinados a nadie en particular. Cabría llamar a esto generosidad del espíritu, salvo que el espíritu necesita un hombre para su refracción a través de él. No es el hombre el que pasa a ser sagrado debido a esta refracción: es el espíritu el que se torna humano y comprensible. Esto -y el hecho de que los hombres son finitos- basta para que uno adore a este poeta.

Cualesquiera que fueran las razones por las que atravesó el Atlántico y se hizo americano, el resultado fue que fusionó ambos idiomas del inglés y se convirtió -parafraseando uno de sus propios versos- en nuestro Horacio transatlántico. De una manera o de otra, todos los viajes que emprendió -a través de tierras, cuevas de la psique, doctrinas, credos- sirvieron no tanto para mejorar su argumentación como para expandir su dicción. Si la poesía fue alguna vez para él una cuestión de ambición, vivió lo bastante para ella como para que se convirtiera, simplemente, en un medio de existencia. De ahí su autonomía, su cordura, su equilibrio, su ironía, su desprendimiento…, en una palabra, su sabiduría. Sea lo que fuere, leerle es uno de los pocos medios (por no decir el único) disponibles para sentirse decente. Yo me pregunto, no obstante, si era éste su propósito.

Le vi por última vez en julio de 1973, en una cena en casa de Stephen Spender, en Londres. Wystan estaba sentado allí ante la mesa, con un cigarrillo en su mano derecha y un vaso en la izquierda, disertando largamente sobre el tema del salmón frío. Debido a que la silla era demasiado baja, la dueña de la casa había colocado debajo de él dos tomos maltrechos del Oxford English Dictionary. Pensé entonces que estaba viendo al único hombre que tenía derecho a utilizar aquellos volúmenes como asiento.

(1983)



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