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Mientras escribo estas notas, advierto que la primera persona del singular asoma su fea cabeza con alarmante frecuencia. Pero un hombre es lo que lee; en otras palabras, al atisbar este pronombre, detecto a Auden más que a cualquier otro: la aberración refleja simplemente la proporción de mi lectura de este poeta. Los perros viejos, desde luego, no aprenden trucos nuevos, pero los amos de perros acaban por parecerse a sus canes. Los críticos, y en especial los biógrafos, de escritores con un estilo distintivo adoptan con frecuencia, por más que sea inconscientemente, la modalidad de expresión de sus sujetos. Para exponerlo con sencillez, a uno le cambia lo que ama, hasta el punto de perder toda su identidad. No trato de decir que esto fue lo que me ocurrió a mí; lo único que pretendo sugerir es que esos por otra parte chillones «yo» y «mí» son, a su vez, formas de un discurso indirecto cuyo objeto es Auden.

Para aquellos de mi generación a los que les interesaba la poesía en inglés -y no puedo decir que fueran muchos- los sesenta fueron la era de las antologías. Al regresar a sus casas, los estudiantes y eruditos extranjeros que venían a Rusia a través de programas de intercambio académico trataban lógicamente de desprenderse de peso adicional, y los libros de poesía eran los primeros en desaparecer. Los vendían, casi por nada, a librerías de ocasión, que después pedían por ellos cantidades extraordinarias si uno quería comprarlos. La razón oculta tras estos precios era bien sencilla: disuadir a la población local de adquirir estos artículos occidentales; en cuanto al extranjero en sí, éste se había marchado ya, claro, y no podía observar esta disparidad.

Sin embargo, si uno conocía a un vendedor o vendedora, como le ocurre inevitablemente a todo el que frecuenta una tienda, es posible conseguir el tipo de acuerdo con el que todo cazador de libros está familiarizado: cambiar una cosa por otra, o dos o tres libros por uno, o comprar un libro, leerlo, devolverlo a la tienda y recuperar el dinero. Además, cuando me soltaron y regresé a mi ciudad natal, yo ya me había creado una cierta reputación y en varias librerías me trataron con gran amabilidad. Debido a esta reputación, a veces me visitaban estudiantes de los programas de intercambio y, como se supone que uno no debe cruzar el umbral de un extraño con las manos vacías, me traían libros. Con algunos de estos visitantes establecí estrechas amistades, a consecuencia de las cuales mis estanterías para libros se ampliaron considerablemente.

Me gustaban mucho esas antologías, y no sólo por su contenido, sino también por el olor dulzón de sus encuadernaciones y por los cantos amarillos de sus páginas. Tenían un aspecto muy americano y eran además de tamaño de bolsillo. Uno podía sacarlas del bolsillo en un tranvía o en un jardín público, y aunque sólo una mitad o un tercio de su texto resultara comprensible, borraban al instante la realidad local. Mis predilectas, sin embargo, eran las de Louis Untermeyer y de Osear Williams…, porque contenían fotos de sus participantes que excitaban la imaginación tanto como los propios versos. Durante horas seguidas, me dedicaba a escrutar un recuadro más bien pequeño, en blanco y negro, con las facciones de tal o cual poeta, tratando de imaginar qué clase de persona era, tratando de animarlo, de hacer coincidir la cara con sus versos entendidos sólo a medias o en una tercera parte. Más tarde, en compañía de amigos, intercambiábamos nuestras aventuradas suposiciones y los retazos de habladurías que de vez en cuando llegaban hasta nosotros y, tras haber sentado un denominador común, pronunciábamos nuestro veredicto. De nuevo con el beneficio de mirar hacia atrás, debo decir que, con frecuencia, nuestras suposiciones no quedaban demasiado lejanas de la realidad.

Así fue como vi por primera vez el rostro de Auden. Era una fotografía tremendamente reducida, un tanto estudiada y con un manejo de la sombra excesivamente didáctico; decía más acerca del fotógrafo que de su modelo. A juzgar por aquella foto, había que concluir que el primero era un esteta ingenuo o bien que las facciones del segundo eran demasiado neutras para su profesión. Preferí la segunda versión, en parte porque la neutralidad del tono era una característica muy sobresaliente en la poesía de Auden, y en parte porque la postura antiheroica era la idee fixe de nuestra generación. La idea consistía en ofrecer el aspecto de todos los demás: zapatos sencillos, gorra de obrero, chaqueta y corbata, preferiblemente grises, y ausencia de barbas y bigotes. Wystan era identificable.

Tan identificables hasta el punto de causar escalofríos eran los versos de September 1, 1939, que explicaban ostensiblemente los orígenes de la guerra que había acunado a mi generación, pero que en realidad describían igualmente nuestras propias personas, como pudiera hacerlo una instantánea en blanco y negro.

I and the public know

What all schoolchildren learn,

Those to whom evil is done

Do evil in return

«Yo y el público sabemos / Lo que todo escolar aprende, / Aquellos a quien se hace daño / Hacen daño a cambio.»

De hecho, esta cuarteta se salía del contexto, al igualar a los vencedores con las víctimas, y creo que el gobierno federal debería hacerla tatuar en el pecho de cada recién nacido, no a causa del mensaje en sí, sino debido a su entonación. El único argumento aceptable contra semejante procedimiento sería el de que hay mejores versos de Auden. ¿Qué haría el lector con éstos?

Faces along the bar
Cling to their average day:
The lights must never go out,
The music must always play,
All the conventions conspire
To make this fort assume
The furniture of borne;
Lest we should see where we are,
Lost in a haunted wood,
Children afraid of the night
Who have never been happy or good.

«Caras a lo largo del bar / se aferran a su día promedio: / las luces nunca deben apagarse, / la música siempre ha de sonar, / todas las convenciones conspiran / para que esta fortaleza asuma / el mobiliario de un hogar; / no fuera que viéramos donde estamos, / perdidos en un bosque encantado / niños temerosos de la noche / que nunca han sido felices o buenos.»

O si cree que esto es demasiado Nueva York, demasiado norteamericano, veamos qué le parece este pareado de The Shield of Achules, que, al menos para mí, suena un tanto como un epitafio dantesco para varias naciones de la Europa oriental:

…they lost their pride
And died as men before their bodies died.

«… perdieron su orgullo / y murieron como hombres antes de morir sus cuerpos.»

O, si uno está todavía en contra de semejante barbaridad, si quiere ahorrar esta herida a la tierna piel, hay otros siete versos en el mismo poema que deberían grabarse en las puertas de todo estado existente, y de hecho en las puertas de todo nuestro mundo:

A ragged urchin, aimless and alone,
Loitered about that vacancy, a bird
Flew up to safety from this well-aimed stone:
That girl are raped, that two boys knife a third,
Were axioms to him, who'd never heard
Of any world where promises were kept.
Or one could weep because another wept.

«Un andrajoso golfillo, sin objetivo y solo, / vagaba por aquel lugar vacío; un ave / voló a resguardarse de su bien apuntada piedra: / que las muchachas sean violadas, que dos muchachos apuñalen a un tercero, / eran axiomas para él, que jamás había oído / hablar de ningún mundo en el que las promesas se cumplieran, / o en el que uno pudiera sollozar porque sollozara otra persona.»

De este modo, el recién llegado no se engañaría en cuanto a la naturaleza de este mundo; de este modo, el residente en el mundo no tomaría a los demagogos por semidioses.

No es necesario ser gitano ni un Lombroso para creer en la relación entre la apariencia de un individuo y sus actos, pues al fin y al cabo en esto se basa nuestro sentido de la belleza. No obstante, cabe preguntarse cuál sería el aspecto de un poeta que escribiera:

Altogether elsewhere, vast
Herds of reindeer move across
Miles and miles of golden moss,
Silently and very fast.

«Juntos y por doquier, vastos / rebaños de renos avanzan a través / de millas y millas de musgo dorado, / en silencio y con gran rapidez.»

¿Qué aspecto tendría un hombre tan aficionado a traducir verdades metafísicas a lo más vulgar del sentido común, como a detectar las primeras en el segundo? ¿Qué aspecto tendría el que, profundizando concienzudamente en la creación, le hable a uno más del Creador que cualquier atleta en busca de atajos a través de las esferas? ¿No debería una sensibilidad única en su combinación de sinceridad, desprendimiento clínico y lirismo controlado dar como resultado, si no una distribución única de los rasgos faciales, sí al menos una expresión específica, no común? ¿Y podrían tales facciones o esta expresión ser captadas por un pincel? ¿Registradas por una cámara?

Me agradaba muchísimo el proceso de extrapolación a partir de aquella foto del tamaño de un sello de correos. Uno siempre pugna por encontrar una cara, uno siempre desea que se materialice un ideal, y Auden estaba entonces muy próximo a equivaler a un ideal. (Otros dos eran Beckett y Frast, pero yo sabía cuál era su aspecto; por más que atemorizadora, la correspondencia entre sus caras y sus logros era obvia.) Más tarde, claro está, vi otras fotografías de Auden: en una revista entrada de contrabando o en otras antologías. No obstante, nada añadían; aquel hombre eludía los objetivos, o éstos remoloneaban tras él. Empecé a preguntarme si una forma de arte era capaz de describir a otra, si lo visual podía aprehender lo semántico.

Y entonces un día -creo que fue en invierno de 1968 o de 1969-, Nadeyda Mandelstam, al visitarla yo en Moscú, me entregó otra antología más de poesía moderna, un libro espléndido, generosamente ilustrado con grandes fotografías en blanco y negro, debidas, si no recuerdo mal, a Rolhe Mc-Kenna. Encontré en él lo que yo estaba buscando. Un par de meses más tarde, alguien me pidió prestado ese libro y nunca más volví a ver la fotografía. Sin embargo, la recuerdo con toda claridad.

La foto había sido tomada, al parecer, en algún lugar de Nueva York, en un paso elevado: o bien el que hay cerca de Grand Central o el de la Columbia University, que cruza Amsterdam Avenue. Auden estaba allí de pie, con el aspecto de haber sido captado desprevenido, de paso, alzadas las cejas con una expresión de desconcierto. Sin embargo, los ojos, penetrantes, mostraban una calma tremenda. La época era, probablemente, finales de los años cuarenta o principios de los cincuenta, antes de que la famosa etapa de las arrugas -la «cama deshecha»- se apoderase de sus facciones. Todo, o casi todo, me resultó entonces claro.

El contraste o, mejor dicho, el grado de disparidad entre aquellas cejas alzadas en un asombro formal y lo penetrante de su mirada correspondían directamente, para mí, a los aspectos formales de sus versos (dos cejas enarcadas = dos rimas) y a la cegadora precisión de su contenido. Lo que me contemplaba desde la página era el equivalente facial de un pareado, de una verdad mejor conocida por el corazón. Las facciones eran regulares, incluso vulgares. Nada de específicamente poético había en aquel rostro, nada byroniano, demoníaco, aguileño, aquilino, romántico, herido, etc. Era más bien el rostro de un médico interesado por la historia de su paciente, aunque sabe que éste está enfermo. Un rostro bien preparado para todo, una suma total de un rostro.

Era un resultado. Su mirada profunda era un producto directo de esa proximidad cegadora de la cara al objeto que producía expresiones tales como «gestiones voluntarias», «asesinato necesario», «oscuridad conservadora», «yermo artificial» o «trivialidad de la arena». Causaba la misma impresión que se produce cuando una persona miope se quita las gafas, excepto que la vista penetrante de ese par de ojos nada tenía que ver con la miopía ni con la pequeñez de los objetos, sino con las amenazas hondamente arraigadas en éstos. Era la mirada de un hombre sabedor de que no le sería posible desarraigar esas amenazas y que, sin embargo, estaba dispuesto a describirle a uno los síntomas, así como la propia dolencia. No era esto lo que se llama «crítica social»…, aunque sólo fuera porque la dolencia no era social: era existencial.

En general, creo que a este hombre se le tomaba, de modo terriblemente erróneo, por un comentarista social, o por un diagnosticador, o cualquier cosa por el estilo. La acusación más frecuente que se ha alzado contra él era la de que no ofrecía un remedio. Sospecho que, en cierto modo, él se buscaba tal cosa al recurrir a la terminología freudiana, después marxista y después eclesiástica. El remedio, sin embargo, radicaba precisamente en su empleo de estas terminologías, pues son, simplemente, diferentes dialectos en los que uno puede hablar acerca de una y misma cosa, que es el amor. Lo que cura es la entonación con la que uno le habla al enfermo. Este poeta discurrió entre los casos graves, a veces terminales, del mundo, no como un cirujano sino como una enfermera, y todo paciente sabe que son las enfermeras y no las incisiones las que finalmente le ponen a uno de nuevo en pie. Es la voz de una enfermera, es decir, la del amor, la que se oye en el discurso final de Alonso a Ferdinand, en The Sea and the Mirror:

But should you fail to keep your kingdom

And, like your father before yon, come

Where thought acenses and feeling mocks,

Believe your pain…

«Pero si acaso no logramos conservar tu reino / Y, al igual que tu padre antes que tú, llegaras / A donde el pensamiento acusa y el sentimiento se mofa, / Cree en tu dolor…»

Ni médico ni ángel, ni-todavía menos- nuestra persona amada o familiar dirá esto en el momento de nuestra derrota final: sólo una enfermera o un poeta, como fruto de la experiencia y del amor.

Y a mí me maravillaba ese amor. Nada sabía yo acerca de la vida de Auden: ni que fuera homosexual ni acerca de su matrimonio de conveniencia (para ella) con Erika Mann, etc. Nada. Una cosa que presentía claramente era que este amor rebasaría su objeto. En mi mente -mejor dicho, en mi imaginación- era amor expandido o acelerado por el lenguaje, por la necesidad de expresarlo; y el lenguaje -esto ya lo sabía yo- tiene su propia dinámica y tiende, especialmente en poesía, a utilizar sus dispositivos auto generado res: métricas y estrofas que llevan al poeta mucho más allá de su destino general. Y la otra verdad acerca del amor en poesía que uno capta al leerla, es que los sentimientos de un escritor se subordinan inevitablemente a la progresión lineal y sin retroceso del arte. Este tipo de cosa asegura, en arte, un grado más alto de lirismo, y en la vida un equivalente en aislamiento. Aunque sólo sea por su versatilidad estilística, este hombre debió de haber experimentado un grado poco común de desesperación, como lo demuestra gran parte de su lírica más deliciosa y más hipnotizante. Y es que en arte es más que frecuente que la delicadeza de toque surja de la oscuridad de su propia ausencia.

Y, sin embargo, amor era pese a todo, perpetuado por el lenguaje, olvidando -puesto que el idioma era el inglés- el género, e intensificado por una honda agonía, porque también la agonía puede, al final, tener que ser articulada. El lenguaje, después de todo, es consciente por definición, y desea conocer el quid de cada nueva situación. Al contemplar la fotografía tomada por Rollie McKenna, me complació que la cara que había en ella no revelara ni neurosis ni cualquier otra clase de tensión; que fuese pálida y ordinaria, sin expresar, pero en cambio absorbiendo, todo lo que estaba sucediendo frente a sus ojos. Qué maravilloso sería, pensé, tener aquellas facciones, y traté de remedar la mueca ante el espejo. Fracasé, desde luego, pero ya sabía que fracasaría, porque semejante cara estaba destinada a ser única en su especie. No había necesidad de imitarla, pues ya existía en el mundo, y de algún modo el mundo me parecía más digerible porque en alguna parte de él se encontraba esa cara.

Extraña cosa son las caras de los poetas. En teoría, el aspecto de los autores no debiera tener importancia para sus lectores; leer no es una actividad narcisista, ni tampoco lo es escribir, y, no obstante, apenas a uno le agradan suficientemente los versos de un poeta, empieza a preguntarse cuál debe ser la apariencia del escritor. Probablemente, esto tenga algo que ver con la sospecha que abrigamos de que admirar una obra de arte es reconocer la verdad, o el grado de la misma que el arte expresa.
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