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Si un poeta tiene una obligación respecto a la sociedad, es la de escribir bien. Al formar parte de la minoría, no tiene otra opción. Si deja de cumplir este deber, se sume en el olvido. La sociedad, en cambio, no tiene obligaciones respecto al poeta. Mayoría por definición, la sociedad se considera poseedora de otras opciones distintas que la de leer versos, por más bien escritos que éstos puedan estar. Al no hacerlo, el resultado es el de sumirse en ese nivel de locución en el que la sociedad es presa fácil de un demagogo o de un tirano. Tal es el equivalente del olvido para la sociedad, y un tirano puede, claro está, tratar de salvar a sus súbditos de éste mediante algún espectacular baño de sangre.

Leí a Auden por primera vez en Rusia, hace veinte años, en unas traducciones más bien flojas y descuidadas que encontré en una antología de poesía inglesa contemporánea, subtitulada De Browning a nuestros días. «Nuestros días» eran los del año 1937, cuando fue publicado el volumen. Es innecesario añadir que casi todo el equipo de traductores, junto con su editor, M. Gutner, fueron detenidos poco después, y muchos de ellos perecieron. Innecesario añadirlo, ya que durante los cuarenta años siguientes no se publicó en Rusia ninguna otra antología de poesía inglesa contemporánea, y el volumen citado se convirtió casi en un ejemplar de coleccionista.

Un verso de Auden en esta antología captó, sin embargo, mi atención. Pertenecía, como supe después, a la última estrofa de uno de sus primeros poemas, No Change of Place, que describía un paisaje un tanto claustrofóbico donde «no one goes / further than railhead or the ends ofpiers, I Will neither go nor send his son…» [«Nadie va / más allá del final de las vías o el extremo de los muelles / no irá ni enviará allí a su hijo…»]. Este último fragmento del poema, «will neither go nor send his son», me impresionó por su mezcla de extensión negativa y sentido común. Por haber seguido una esencialmente enfática y sustanciosa dieta de verso ruso, en seguida registré esta receta, cuyo ingrediente principal era la autocontención. Sin embargo, los versos poéticos tienen el don de escapar del contexto para adquirir un significado universal, y el toque amenazador de absurdo contenido en «will neither go nor send his son» empezaría a vibrar en el fondo de mi cabeza cada vez que empezara a hacer algo sobre papel.

Esto es, supongo, lo que llaman una influencia, salvo que el sentido del absurdo nunca es invención del poeta, sino un reflejo de la realidad; las invenciones rara vez son reconocibles. Lo que aquí se le puede deber al poeta no es el sentimiento en sí, sino su tratamiento: discreto, sin ningún énfasis y sin ningún toque de pedal, casi en passant. Este tratamiento era especialmente significativo para mí, precisamente porque topé con esta línea a principios de los años sesenta, cuando el teatro del absurdo estaba en pleno auge. Dado este antecedente, el tratamiento de este tema por Auden destacaba, no sólo porque él se hubiera adelantado a muchos, sino debido a un mensaje ético considerablemente distinto. Su manera de tratar ese verso decía, al menos para mí, algo así como «No grites que viene el lobo», aunque el lobo se encuentre ante la puerta. (Aunque, añadiría, tenga exactamente el mismo aspecto que tú. Especialmente por esto, no des el grito de alarma.)

Aunque, para un escritor, mencionar sus experiencias carcelarias -o cualquier otro tipo de penalidad- es como para la gente normal citar los nombres de amigos importantes, resulta que mi siguiente oportunidad para echar un vistazo más a fondo a Auden se produjo cuando yo estaba cumpliendo mi condena en el Norte, en un pueblecillo perdido entre pantanos y bosques, cerca del círculo polar. Esta vez, la antología que tenía estaba en inglés y me la había enviado un amigo desde Moscú. Contenía abundantes textos de Yeats, al que entonces yo encontraba quizá demasiado retórico y chapucero con la métrica, y de Eliot, que en aquellos días reinaba con carácter supremo en la Europa del Este. Me había propuesto leer a Eliot.

Sin embargo, por pura casualidad, el libro se abrió en la página de In Memory of W. B. Yeats, de Auden. Yo era joven entonces y, por consiguiente, particularmente aficionado al género elegiaco, ya que a nadie tenía cerca y muriéndose para escribirle una. Por lo tanto, las leía tal vez con avidez mayor que todo lo demás, y con frecuencia pensaba que la característica más importante del género eran los esfuerzos inconscientes de los autores para trazar su autorretrato, de los que casi todo poema in memoriam está salpicado… o manchado. Por comprensible que sea esta tendencia, a menudo convierte uno de estos poemas en las elucubraciones del autor sobre el tema de la muerte, a partir de las cuales acabamos por saber más acerca de él que acerca del difunto. El poema de Auden no presentaba nada de esto y, lo que es más, pronto advertí que incluso su estructura iba destinada a rendir tributo al poeta muerto, imitando en orden inverso las etapas de evolución estilística del gran irlandés, siguiendo hasta llegar a su primera: los tetrámetros de la tercera y última parte del poema.

Gracias a estos tetrámetros, y en particular a los ocho versos de esta tercera parte, comprendí a qué clase de poeta estaba yo leyendo. Estos versos me eclipsaron aquella asombrosa descripción del «día frío y oscuro», última de Yeats, con su estremecedor

The mercury sank in the mouth of the dying day

«El mercurio se hundía en la boca del agonizante día.»

Eclipsaron aquella inolvidable representación del cuerpo herido por la muerte como una ciudad cuyos suburbios y plazas se vacían gradualmente, como después de una rebelión aplastada. Incluso eclipsaban aquella manifestación de la época:

…poetry makes nothing happen…

«… la poesía no hace que ocurra nada…»

Aquellos ocho versos en tetrámetro que conseguían que esa tercera parte del poema sonara como un cruce entre un himno del Ejército de Salvación, un canto fúnebre y una nana para dormir a los niños, decían lo siguiente:

Time that is intolerant
Of the brave and innocent,
And indifferent in a week
To a beautiful physique,
Worships language and forgives
Everyone by whom it Uves;
Pardons cowardice, conceit,
Lays its honours at their feet.

«Tiempo que es intolerante / con los bravos e inocentes, / e indiferente en una semana / a un físico hermoso, / adora al lenguaje y perdona / a todo junto al cual viva; / perdona la cobardía y la vanidad, / deposita honores a sus pies.»

Me recuerdo a mí mismo, sentado en la pequeña barraca de madera, atisbando desde la cuadrada ventana cuyo tamaño era el de una tronera, la húmeda y fangosa carretera sin asfaltar, recorrida por unas cuantas gallinas dispersas, medio creyendo lo que acababa de leer y medio preguntándome si mis nociones de inglés no me estarían gastando una broma. Tenía allí un diccionario inglés-ruso que era un verdadero mamotreto, y recorrí sus páginas una y otra vez, verificando cada palabra y cada alusión, con la esperanza de que pudieran evitarme el significado que me miraba fijamente desde la página. Supongo que simplemente me negaba a creer que en un lejano 1939 un poeta inglés hubiese dicho: «Time… worships language», y que el mundo en derredor se encontrara todavía donde estaba.

Pero por una vez el diccionario no me derrotó. Auden había dicho esa vez que «time (no "the time") worships language», y el tren de pensamiento que esta afirmación puso en marcha en mí todavía sigue rodando hoy. Y es que worship, «adoración», es una actitud del inferior frente al superior. Si «tiempo adora al lenguaje», ello significa que el lenguaje es superior, o más antiguo que el tiempo, el cual es, a su vez, más antiguo y mayor que el espacio. Así me lo enseñaron, y efectivamente así lo admitía yo. Por lo tanto, si el tiempo -que es sinónimo de la deidad… no, que incluso absorbe a la deidad- adora al lenguaje, ¿de dónde procede entonces éste? Pues el donativo es siempre más pequeño que el donante. Y además, ¿no es el lenguaje un depósito de tiempo? ¿Y no es ésta la razón de que el tiempo lo adore? ¿Y no es una canción, o un poema, o incluso un discurso, con sus cesuras, pausas, espondeos, etcétera, un juego que el lenguaje practica para reestructurar el tiempo? ¿Y no son aquellos junto a los cuales «vive» el lenguaje los mismos junto a los cuales vive también el tiempo? Y si el tiempo les «perdona», ¿lo hace por generosidad o por necesidad? ¿Y no es, por otra parte, una necesidad la generosidad?

Por cortos y horizontales que fuesen estos versos, a mí me parecieron increíblemente verticales. Eran también muy improvisados, casi elementales: metafísica disfrazada de sentido común, sentido común disfrazado de pareados de nana infantil. Por sí solas, estas capas de disfraz me decían a mí lo que es el lenguaje, y comprendí que estaba leyendo a un poeta que decía la verdad…, o a través del cual la verdad se hacía oír. Al menos, aquello se acercaba más a la verdad que cualquier otra cosa que yo lograra sacar de aquella antología. Y tal vez diera esta sensación precisamente por el toque de irrelevancia que yo notaba en la entonación declinante de «forgives / Everyone by whom it lives; / Pardons cowardice, conceit, / Lays its honours at their feet». Estas palabras estaban allí, pensé, simplemente para equilibrar la ascendente gravedad de «Time… worships language».

Podría seguir extendiéndome acerca de estos versos, pero sólo podría hacerlo ahora. Entonces y allí quedé simplemente estupefacto. Entre otras cosas, lo que me resultaba claro era que convenía estar ojo avizor al hacer Auden sus agudos comentarios y observaciones, manteniendo la vista fija en la civilización cualquiera que sea el tema inmediato (o condición) de él. Pensé habérmelas con una nueva especie de poeta metafísico, un hombre de asombrosas dotes líricas, que se disfrazaba como observador de costumbres públicas. Y mi sospecha era la de que esta elección de máscara, la elección de este idioma, tenía menos que ver con cuestiones de estilo y tradición que con la humildad personal que le era impuesta, no tanto por un credo particular como por su sentido de la naturaleza del lenguaje. La humildad nunca es elegida.

Todavía tenía que leer mucho de Auden. No obstante, después de In Memory of W. B. Yeats, sabía que me encontraba ante un autor más humilde que Yeats o Eliot, con un alma menos petulante que cualquiera de los dos, y al propio tiempo -me temía- no menos trágica. Con la ayuda de la percepción retroactiva, puedo decir ahora que yo no andaba del todo equivocado, y que si alguna vez hubo drama en la voz de Auden, no fue su propio drama personal, sino un drama público o existencial. El jamás se había situado en el centro del cuadro trágico; como máximo, reconocía su presencia en la escena. Todavía tenía yo que oír de su propia boca que «J. S. Bach fue enormemente afortunado. Cuando quería alabar al Señor, escribía una coral o una cantata dirigiéndose al Todopoderoso directamente. Hoy, si un poeta desea hacer lo mismo, ha de emplear un discurso indirecto». Lo mismo, presumiblemente, se aplicaría a la plegaría.



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