GUIA PARA UNA CIUDAD REBAUTIZADA (1)

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Pero, en conjunto, el sentimiento de una naturaleza que regrese un día para reclamar su propiedad usurpada, cedida una vez ante el asalto humano, tiene aquí su lógica. Procede del largo historial de inundaciones que han asolado esta ciudad, de la proximidad física, palpable, de la ciudad respecto al mar. Aunque el trastorno nunca llegue más allá de un Neva que se desprende de su granítica camisa de fuerza, la mera visión de aquellos enormes y plomizos nubarrones que, procedentes del Báltico, se abalanzan sobre la ciudad, hace que sus habitantes tiemblen con unas ansiedades que, por otra parte, siempre están presentes. A veces, sobre todo a fines del otoño, este clima, con sus vientos húmedos, sus lluvias a cántaros y el Neva que desborda su cauce, dura semanas. Aunque nada cambie, el mero factor tiempo obliga a pensar que la situación está empeorando. En tales días, uno recuerda que no hay diques alrededor de la ciudad y que uno se encuentra literalmente rodeado por esa quinta columna de canales y tributarios; que uno vive prácticamente en una isla, una de las 101 existentes; que uno vio en aquella película -¿o fue en un sueño?- aquella ola gigantesca que…, un largo etcétera, y entonces uno pone la radio para oír la siguiente previsión meteorológica. Y ésta suele ser positiva y optimista.

Pero el motivo principal de este sentimiento es el propio mar. Curiosamente, pese a todo el poderío naval amasado hoy por Rusia, la idea del mar todavía le resulta más bien extraña a la población en general. Tanto el folklore como la propaganda oficial tratan este tema de un modo romántico, vago aunque positivo. Para la persona corriente, el mar se asocia sobre todo con el Mar Negro, las vacaciones, el sur, centros turísticos, y tal vez palmeras. Los epítetos más frecuentes que se encuentran en canciones y poemas son «amplio», «azul» y «bello». A veces se oye un «alborotado», pero esto no afecta al resto del contexto. Las nociones de libertad, de espacio abierto, de largarse de aquí, son instintivamente suprimidas y por consiguiente afloran en las formas inversas de miedo al agua y miedo a ahogarse. En este aspecto por sí solo, la ciudad situada en el delta del Neva es un reto para la psique nacional y con justicia lleva el nombre de «extranjera en su patria», que le adjudicó Nikolai Gogol. Si no un extranjero, sí por lo menos un marino. En cierto modo, Pedro I consiguió su objetivo, pues esta ciudad se convirtió en un puerto, y no sólo en el aspecto literal, sino también metafísicamente. No hay ningún otro lugar en Rusia donde los pensamientos se alejen tan libremente de la realidad, y con la aparición de San Petersburgo se inició la existencia de la literatura rusa.

Por cierto que pueda ser que Pedro planeara tener una nueva Amsterdam, el resultado tiene tan poco en común con esta ciudad holandesa como pueda tenerlo su ex homónima a orillas del Hudson. Pero lo que, en la última, escaló las alturas, en la primera se extendió horizontalmente, aunque el programa fuera el mismo. Y es que, por sí sola, la anchura del río exigía una escala arquitectónica diferente.

En las épocas posteriores a la de Pedro se empezaron a construir, no edificios separados, sino conjuntos arquitectónicos completos o, para ser más precisos, paisajes arquitectónicos. Intacta hasta entonces en lo referente a estilos de arquitectura europeos, Rusia abrió las compuertas y el barroco y el clasicismo irrumpieron e inundaron las calles y los terraplenes de San Petersburgo. Se alzaron, parecidos a tubos de órgano, bosques de altas columnas que flanquearon ad infinitum las fachadas de los palacios en un triunfo euclidiano de kilómetros de longitud. Durante la segunda mitad del siglo XVIII y el primer cuarto del XIX, esta ciudad se convirtió en un auténtico safari para los mejores arquitectos, escultores y decoradores italianos y franceses. Al adquirir su aspecto imperial, la ciudad se mostró escrupulosa hasta en el último detalle, y el revestimiento de granito de ríos y canales, y las elaboradas características de cada voluta en sus verjas de hierro forjado, hablan por sí mismos. Lo mismo cabe decir acerca de la decoración de los aposentos interiores en los palacios y las residencias campestres de la familia del zar y de la nobleza, una decoración cuya variedad y exquisitez lindan en la obscenidad. Y no obstante, tomaran lo que tomasen los arquitectos como patrón en su trabajo -Versalles, Fontainebleau, etcétera-, el resultado siempre era inconfundiblemente ruso, porque lo que dictaba al constructor lo que poner en otra ala, y con qué estilo debía hacerse, era más la superabundancia de espacio que la voluntad caprichosa de su cliente, a menudo ignorante pero inmensamente rico. Cuando se contempla el panorama del Neva abriéndose desde el bastión Trubetzkoy en la fortaleza de Pedro y Pablo, la Gran Cascada junto al golfo de Finlandia, se tiene la extraña sensación de que no es Rusia tratando de ponerse a la altura de la civilización europea lo que allí hace acto de presencia, sino una proyección ampliada de ésta a través de una linterna mágica y sobre una enorme pantalla de espacio y aguas.

En último análisis, el rápido crecimiento de la ciudad y de su esplendor debería ser atribuido en primer lugar a la presencia ubicua del agua. Los veinte kilómetros del Neva ramificándose en pleno centro de la ciudad, con sus veinticinco canales serpenteantes, grandes y pequeños, proporcionan a esta ciudad tal cantidad de espejos que el narcisismo resulta inevitable. Reflejada a cada segundo por miles de palmos cuadrados de amalgama de plata líquida, es como si la ciudad fuese filmada constantemente por su río, que descarga su caudal en el golfo de Finlandia, el cual, en un día soleado, parece un depósito de estas imágenes cegadoras. No es extraño que a veces esta ciudad dé la impresión de ser egoísta, preocupada tan sólo por su propio aspecto. Es verdad que en tales lugares se presta más atención a las fachadas que a las caras, pero la piedra es incapaz de procrear. La inagotable y enloquecedora multiplicación de todas estas pilastras, columnatas y pórticos sugiere la naturaleza de este narcisismo urbano, sugiere la posibilidad de que, al menos en el mundo inanimado, el agua puede ser considerada como una forma condensada del tiempo.

Pero tal vez más que en sus canales y ríos, esta extremadamente «premeditada ciudad», como la calificó Dostoievski, se ha visto reflejada en la literatura de Rusia, pues el agua sólo puede hablar de superficies, y además superficies expuestas. La descripción del interior, tanto real como mental, de la ciudad, de su impacto en las gentes y en su mundo interno, se convirtió en el tema principal de la literatura rusa casi desde el día de la fundación de esta urbe. Técnicamente hablando, la literatura rusa nació en ella, a orillas del Neva. Si, como suele decirse, todos los escritores rusos «salieron de El capote de Gogol», vale la pena recordar que este capote fue arrebatado de los hombros de aquel pobre funcionario nada menos que en San Petersburgo, muy al principio del siglo XIX. El tono, sin embargo, fue fijado por El jinete de bronce de Pushkin, cuyo protagonista, un escribiente de cualquier departamento, después de perder a su amada en una inundación, acusa a la estatua ecuestre del emperador de negligencia (no hay diques) y enloquece cuando ve al enfurecido Pedro, jinete en su caballo, saltar del pedestal y lanzarse en su persecución para aplastarlo bajo sus cascos, por insolente. (Esto podría ser, desde luego, un simple cuento sobre la rebelión de un hombrecillo contra el poder arbitrario, o acerca de la manía persecutoria, subconsciente contra superego, y así sucesivamente, de no ser por la magnificencia de los versos, los mejores nunca escritos en alabanza de esta ciudad, con la excepción de los de Osip Mandelstam, que fue literalmente estigmatizado en el territorio del imperio un siglo después de que Pushkin muriera en un duelo.)

Sea como fuere, a principios del siglo XIX San Petersburgo era ya la capital de las letras rusas, hecho que bien poco tenía que ver con la presencia allí de la corte. Al fin y al cabo, la corte se alojó en Moscú durante siglos y, a pesar de ello, casi nada salió de allí. El motivo de esta súbita explosión de poder creativo fue, también, y sobre todo, geográfico. En el contexto de la vida rusa en aquellos tiempos, la aparición de San Petersburgo fue similar al descubrimiento del Nuevo Mundo, pues ofreció a los pensadores de la época una oportunidad para mirarse a sí mismos y a la nación como si lo hicieran desde el exterior. En otras palabras, esta ciudad les brindó la posibilidad de objetivar el país. La noción de que la crítica es más válida cuando es efectuada desde fuera todavía hoy goza de considerable popularidad. Entonces, realzada por el carácter utópico alternativo -al menos visualmente- de la ciudad, instiló en aquellos que eran los primeros en tomar la pluma el sentimiento de la casi incuestionable autoridad de sus manifestaciones. Si es cierto que cada escritor debe distanciarse de su experiencia para ser capaz de comentarla, entonces la ciudad, al prestar este servicio alienante, les ahorró el viaje.

Procedentes de la nobleza, de familias terratenientes o del clero, todos estos escritores pertenecían, utilizando una estratificación económica, a la clase media, la clase que es casi la única responsable de la existencia de literatura en cualquier parte. Con dos o tres excepciones, todos ellos vivían de la pluma, es decir, con la suficiente estrechez para comprender, sin exégesis ni perplejidad, el malestar de los peor dotados, así como el esplendor de los que ocupaban la cima. Estos últimos no atraían su atención de una manera tan importante, aunque sólo fuera porque las posibilidades de ascender eran mucho más reducidas. Por consiguiente, disponemos de un retrato muy completo, casi estereoscópico, del San Petersburgo interior, real, ya que es el pobre el que constituye la parte principal de la realidad; el hombrecillo es casi universal. Además, cuanto más perfecto su entorno inmediato, más discordante e incongruente resulta él. Nada tiene de extraño que todos ellos -los oficiales retirados, las viudas empobrecidas, los funcionarios esquilmados, los periodistas hambrientos, los oficinistas humillados, los estudiantes tuberculosos y tantos otros-, vistos ante el impecable y utópico telón de fondo de los pórticos clasicistas, excitaran la imaginación de los escritores e inundaran los primerísimos capítulos de la prosa rusa.

Tal era la frecuencia con la que estos personajes aparecían sobre el papel y tal era el número de personas que los situaban allí, tal era su dominio sobre su material y tal era el propio material -palabras-, que al poco tiempo algo extraño empezó a ocurrir en la ciudad. El proceso de reconocer estas reflexiones incurablemente semánticas, llenas de juicios morales, convirtióse en un proceso de identificación con ellas. Tal como a menudo le ocurre a un hombre frente al espejo, la ciudad empezó a caer en la dependencia respecto a la imagen tridimensional proporcionada por la literatura. No se trataba de que los ajustes que ésta introducía no fueran suficientes -que no lo eran- sino de que, con la inseguridad innata de todo narcisista, la ciudad comenzaba a mirar con una intensidad cada vez mayor a ese espejo que los escritores rusos transportaban -parafraseando a Stendhal- a través de las calles, patios interiores y míseros apartamentos de su población. En ocasiones, lo reflejado trataba incluso de corregir o simplemente romper el reflejo, lo cual era tanto más fácil de realizar cuanto que casi todos los autores residían en la ciudad. A mediados del siglo XIX, estas dos cosas se fusionaron, pues la literatura rusa captaba la realidad hasta el punto de que hoy, cuando uno piensa en San Petersburgo, no le es posible distinguir la ficción de la realidad, lo que no deja de ser bastante raro para un lugar que sólo cuenta doscientos setenta y seis años de antigüedad. El guía enseñará hoy el edificio de la Tercera Sección de la policía, donde Dostoievski fue juzgado, así como la casa donde su personaje Raskolnikov mató con un hacha a aquella vieja usurera.

El papel de la literatura del siglo XIX en la configuración de la imagen de la ciudad fue tanto más crucial porque éste fue el siglo en que los palacios y embajadas de San Petersburgo pasaron a convertirse en el centro burocrático, político, financiero, militar y finalmente industrial de Rusia. La arquitectura empezó a perder su perfecto -hasta el punto de ser absurdo- carácter abstracto y empeoró con cada nuevo edificio. Esto fue dictado tanto por el viraje hacia el funcionalismo (que no es sino un nombre noble para la consecución de beneficios) como por la degradación estética general. Con la excepción de Catalina la Grande, los sucesores de Pedro poca visión tuvieron y, por otra parte, no compartieron la de éste. Cada uno de ellos trató de promulgar su versión de Europa, y lo hizo a conciencia, pero en el siglo XIX Europa no merecía ser imitada. De un reinado a otro, el declive era cada vez más evidente y la única cosa que salvaba la faz a las nuevas aventuras era la necesidad de ajustarlas a las de los grandes predecesores. Hoy, desde luego, incluso el estilo cuartelero de la época de Nicolás I podría penetrar en un acogedor corazón de esteta, puesto que refleja acertadamente el espíritu del tiempo, pero en resumidas cuentas esta ejecución rusa del ideal militar prusiano de sociedad, junto con los engorrosos edificios de apartamentos estrujados entre los conjuntos clásicos, produce más bien un efecto desalentador. Vinieron después los pasteles nupciales y las carrozas funerarias victorianas, y en el último cuarto de siglo esa ciudad que había comenzado como un salto desde la historia hacia el futuro empezó a adquirir, en algunas partes, el aspecto de un burgués corriente de la Europa septentrional.

Y por ahí andaba el juego. Si el crítico literario Belinski exclamaba en la tercera década del siglo pasado: «Petersburgo es más original que todas las ciudades americanas, porque es una ciudad nueva en un país viejo; por consiguiente, es una nueva esperanza, ¡el maravilloso futuro de este país!», un cuarto de siglo más tarde Dostoievski pudo replicar sarcásticamente: «He aquí la arquitectura de un enorme hotel moderno: su eficiencia ya encarnada, su americanismo, cientos de habitaciones; está bien claro que también nosotros tenemos ferrocarriles, que también nosotros nos hemos convertido de repente en un pueblo activo y emprendedor.»

«Americanismo», como epíteto aplicado a la era capitalista en la historia de San Petersburgo, tal vez resulte un tanto desmesurado, pero la similaridad visual con Europa era de hecho muy impresionante. Y no eran tan sólo las fachadas de los bancos y de las sociedades anónimas las que se asemejaban en su elefantina solidez a sus contrapartidas en Berlín y Londres, sino que la decoración interior de un lugar como la tienda de comestibles de los hermanos Eliseev (que sigue intacta y funciona bien, aunque sólo sea porque hoy no hay mucho que desplegar en ella) podía sostener airosamente la comparación con Fauchon en París. Lo cierto es que cada «ismo» opera a una escala masiva que se sustrae a la identidad nacional, y el capitalismo no era una excepción. La ciudad estaba en pleno auge, llegaba mano de obra desde todos los rincones del imperio, la población masculina doblaba la femenina, la prostitución medraba, los orfelinatos estaban repletos, y las aguas del puerto hervían con los buques que exportaban el grano ruso, como hierven hoy con los barcos que traen a Rusia grano procedente del extranjero. Era una ciudad internacional, con grandes colonias francesa, alemana, holandesa y británica, y sin hablar de los diplomáticos y los comerciantes. La profecía de Pushkin, puesta en boca de su Jinete de Bronce -«¡Todas las banderas vendrán hacia nosotros como huéspedes!»- obtenía su encarnación literal. Si en el siglo XVIII la imitación de Occidente no iba más allá del maquillaje y las modas de la aristocracia («¡Esos monos rusos! -exclamó un noble francés tras asistir a un baile en el Palacio de Invierno-. ¡Con qué rapidez se han adaptado! ¡Están superando a nuestra corte!»), el San Petersburgo del siglo XIX, con su burguesía nouveau riche, su alta sociedad, su démi-monde, etc., se volvió lo bastante occidental como para permitirse incluso un cierto grado de menosprecio respecto a Europa.

Sin embargo, este menosprecio, exhibido sobre todo en la literatura, tenía muy poco que ver con la tradicional xenofobia rusa, a menudo manifestada en forma de un argumento como la superioridad de la ortodoxia sobre el catolicismo. Era más bien una reacción de la ciudad ante sí misma, una reacción de ideales profesados ante la realidad mercantil, del esteta ante el burgués. En cuanto a esa cuestión de la ortodoxia contra el cristianismo occidental, nunca llegó muy lejos, puesto que las catedrales y las iglesias estaban diseñadas por los mismos arquitectos que construían los palacios. Por consiguiente, a menos que uno se adentre bajo sus bóvedas, no hay manera de determinar a qué denominación pertenecen estas casas de oración, a no ser que se preste atención a la forma de la cruz en la cúpula, y en esta ciudad no hay, prácticamente, cúpulas en forma de cebolla. No obstante, en ese menosprecio había un algo de índole religiosa.

Toda crítica de la condición humana sugiere el conocimiento, por parte del crítico, de un plano más alto de apreciación, de un orden mejor. Tal era la historia de la estética rusa que los conjuntos arquitectónicos de San Petersburgo, iglesias incluidas, eran -y siguen siendo todavía- percibidos como la encarnación más cercana posible de semejante orden. En cualquier caso, el hombre que ha vivido el tiempo suficiente en esta ciudad tiende a asociar virtud con proporción. Esta es una antigua idea griega, pero, plasmada bajo el cielo septentrional, adquiere la autoridad peculiar de un espíritu bien fortificado y, como mínimo, hace que un artista sea muy consciente de la forma. Esta clase de influencia es especialmente clara en el caso de la poesía rusa o, para nombrarla de acuerdo con su lugar natal, la poesía petersburguesa. Durante dos siglos y medio, esta escuela, desde Lomonosov y Deryavin hasta Pushkin y su pléyade (Baratinski, Vyazemski, Delvig), hasta los acmeístas -Ajmatova y Mandelstam en este siglo-, ha existido bajo el mismo signo bajo el cual fue concebida: el signo del clasicismo. Sin embargo, menos de cincuenta años separan el pean de Pushkin a la ciudad en El jinete de bronce y la declaración de Dostoievski en Apuntes del subsuelo: «Es una desdicha habitar Petersburgo, el lugar más abstracto y premeditado del mundo». La brevedad de este intervalo de tiempo sólo puede explicarse por el hecho de que el ritmo del desarrollo de esta ciudad no fue en realidad un ritmo: fue, desde un buen principio, una aceleración. El lugar, cuya población en 1700 era igual a cero, había llegado al millón y medio de habitantes en 1900. Lo que en cualquier otra parte hubiera exigido un siglo, comprimióse aquí en unas décadas. El tiempo adquirió una cualidad mítica porque el mito era el de la creación. La industria estaba en pleno auge y alrededor de la ciudad se alzaban chimeneas humeantes como un eco en ladrillo de sus columnatas. El Ballet Ruso Imperial, bajo la dirección de Petipa, lanzó a Anna Pavlova, y en dos décadas escasas su concepto del ballet evolucionó como una estructura sinfónica, un concepto destinado a conquistar el mundo. Unos tres mil buques que enarbolaban banderas extranjeras y rusas utilizaban anualmente el puerto de San Petersburgo, y más de una docena de partidos políticos convergerían en 1906 en el recinto del frustrado parlamento ruso llamado la Duma, que en ruso significa «pensamiento» (vistos retrospectivamente, sus logros hacen que su sonido en inglés -«Dooma»- parezca particularmente ominoso) [En inglés, «doom» significa ruina, perdición, condena. (N. del T.) ]. El prefijo «San» estaba desapareciendo -gradual pero justamente- del nombre de la ciudad, y al estallar la primera guerra mundial, debido al sentimiento antialemán, el propio nombre fue rusificado y «Petersburgo» se convirtió en «Petrogrado». La idea de la ciudad, antes perfectamente captable, brillaba cada vez menos a través de la telaraña, cada día más espesa, de la economía y de las demagogias cívicas. En otras palabras, la ciudad del Jinete de Bronce galopaba hacia su futuro como metrópolis regular con zancadas gigantescas, pisándoles los talones a sus hombrecillos e impulsándolos hacia adelante. Y un día llegó un tren a la estación de Finlandia y un hombrecillo se apeó del vagón y trepó a lo alto de un vehículo blindado.
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